La esquina era de mucho tránsito. Miguel caminaba a mi lado describiéndome la construcción del nuevo cruce.
- Universidad irá por arriba. De alguna manera....
Mientras seguía hablando nos acercábamos al borde de la acera.
- La de árboles que cortarán!
Comenté como de paso.
La esquina estaba taponada de autos. La obra había hecho lento el trecho. Nosotros y un agente eramos los únicos peatones en el lugar. Esperábamos el cambio de luz. El semáforo se puso en rojo y un viejo chevrolet cruzó lo mismo.
Alcancé a ver la sonrisa del agente. Tenía un "cliente". En tanto el choffer del chevrolet se daba cuenta demasiado tarde de la emboscada. El uniformado ya saltaba a la calzada con el silbato en la mano. El volante reaccionó acelerando la marcha; por pocos segundos. A los veinte metros el tránsito estaba parado.
Entonces, frente a nosotros, silenciosos testigos, ocurrió un sobreentendido de caballeros.
El auto frenó. Entre éste y el agente había apenas quince metros. El de uniforme ni se apuró. Con su sonrisa ampliada caminaba displicente.
El volante, sin inmutarse, buscó en sus bolsillos, sacó unos pesos, los arregló prolijamente y con su vista aún al frente, estiró el brazo hacia afuera del vehículo, un poco hacia atrás, hacia donde se aproximaba la ley.
En su mano, arreglados como un habano estaban los billetes. Sin que se intercambiara una sola mirada y mucho menos una palabra, el mordedor sonriente tomó el habano de billetes y retornó a esperar la próxima víctima.
Leopoldo Rodríguez, Julio 1995
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