Encabezados por el diario La Prensa, muchos medios de la época hacen referencia a los cabecitas negras que el 17 de Octubre de 1945 habrían invadido Plaza de Mayo.
Pero muchos años después, en 1959, alguien se refirió a los cabecitas negras que invadieron en Septiembre de 1955 la Plaza San Martín en la ciudad de Córdoba. Un grupo de jóvenes, provenientes ellos de la clase patricia venida a menos (en ese entonces empleados bancarios; maestros; burócratas estatales de medio pelo) se regodeaban extrayendo recuerdos del año 1955. Año de la autodenominada Revolución Libertadora.
Fue entonces (Septiembre de 1959) cuando en una soleada tarde de primavera, una adorable señorita tuvo la candidez de recordar:
- “Fuimos (Septiembre 1955) a la Plaza San Martin, queríamos estar con los soldados que habían luchado en la Revolución Libertadora. Queríamos homenajear a los salvadores de la patria. Honrar a estos centauros que venían a restaurar las libertades y las instituciones democráticas.
Pero qué sorpresa nos llevamos!
Allí estaban, los cabecitas negras adoradores de Evita; con la inocente sonrisa del que no sabe qué ha hecho. Me recuerdo que a uno del grupo le salió un:
- Estos escupieron para arriba.
Por supuesto que nos dejamos tomar fotos con ellos. Eran fotos que me imagino colgarían en sus ranchos. Los del grupo traíamos cámaras que quedaron sin usarse. Al menos no guardo ninguna foto de ese homenaje.”
Así fue como testigos presenciales me confirmaron de cómo los hijos de los cabecitas negras del 45, habían participado del golpe antiperonista del 55… con uniforme de conscriptos.
Leopoldo Rodríguez, Septiembre 2003
BLOG DE CUENTOS DE LEO RODRIGUEZ Agregando una que otra ilustración o fotografía y sumando algún link de referencia; y tal vez, en un futuro cercano, un poco de música. Así nos acercaríamos con lo escrito a lo contado. Hay que aprovechar lo que la tecnologia nos dá ya que tanto nos quita. Cómo empezar? Comenzaremos por lo que creemos es el principio: MI PASION (Cuentos)
miércoles, 17 de marzo de 2010
MI TIO ERA UN HEROE
Mi Tío era un héroe. Me parecía que nadie lo sabía y lo voceaba con ganas.
- Mi Tío es un héroe! Tiene una medalla nueva y todo.
Por su desempeño en el desembarco en la playa Omaha, en Normandía, lo habían condecorado y estaba de regreso en Fredericksburg.
-Nos vamos al pueblo de mi tío. Mi tío es un héroe.
Decirlo ahora no es nada. Pero decirlo en 1944 era algo muy especial.
Llegamos a Fredericksburg un sábado por la tarde. El día siguiente, el 23 de Noviembre de 1944 se realizaba un acto en homenaje al héroe. En la Iglesia a la que pertenecía la familia.
Esa noche escuchamos embobados sus relatos de guerra. Era como ver una película; en la que el primer actor era mi Tío, el Héroe. Pronto se hizo la hora en que los menores debían irse a la cama..... y yo tenía sólo ocho años.
Estaba acostado sumido en fantasear cuando oí un rumor; como ecos que me llegaban por la rendija de la puerta entreabierta. Abajo, en la cocina, seguían las historias de mi Tío. Arrastrándome llegué a la baranda del entrepiso. No sé cuanto tiempo estuve allí, medio despierto, medio dormido, llevado por la fantasía de guerrero intrépido. A la mañana me despertaron con un coscorrón, al tiempo que escuchaba un grito de mi padre:
- Levantate sinverguenza. Ahora dormís.... claro, anoche tuvimos que acarrearte a la cama.
Yo ni me acordaba. Sólo quería seguir durmiendo.
- Apurate que llegamos tarde a la Iglesia.
Sentí que bajaban las escaleras. Las voces se apagaban al alejarse y yo entré en pánico. Por nada me perdía esa misa. Sentí cómo cerraban la puerta. Bajé a los gritos. Al llegar a la verja ya no podía verlos. Volví llorando a la casa. Noté que alguien estaba en el jardín. Era un miembro de la familia de mi tío.
- Ahora tenés que irte solito.
Me dijo con una sonrisa socarrona.
- Por allí, hasta el fondo y media cuadra a la derecha.
Salí desesperado sin dar las gracias tantas veces predicada. Nunca andaba solo en mi barrio de San Antonio. Mucho menos en otra ciudad. Recuerdo que pensé en Pancho Villa, el caudillo de que me hablaba mi padre; en mi Tío; en lo valiente que tiene que ser un guerrero y seguí adelante. A pocas cuadras, al final de la calle, ví una Iglesia; me fuí derechito. Había gente entrando.
"Saint Anthony Catholic Church" leí y subí corriendo las escaleras.
-Where are you going, my boy?
Quedé petrificado. Era el padrecito y me hablaba en gringo.
- Well, my boy....
- I'm going to church. I'm late. My mom.....
Alcancé a decir entrecortado mientras trataba de eludirlo y entrar. El cura, un grandote, estiró la mano y me dió media vuelta.
- Boy, your church is half a block from here. "Esa es tu Iglesia"!
Terminó diciéndome al señalarme hacia donde alcancé a ver otra casa de Dios, más modesta, más bajita.
Sorprendido, avergonzado, fuí bajando las escaleras despacito, mirando hacia atrás, hacia el cura, que se me hacía cada vez más grandote, y su Iglesia, que no era la mía, que ahora quedaba en las alturas.
Nunca me olvidé del día del homenaje a mi Tío , el héroe de Omaha, en su Iglesia, la Iglesia Católica para mexicanos de Fredericksburg.
Leopoldo Rodriguez (Abril 1996)
- Mi Tío es un héroe! Tiene una medalla nueva y todo.
Por su desempeño en el desembarco en la playa Omaha, en Normandía, lo habían condecorado y estaba de regreso en Fredericksburg.
-Nos vamos al pueblo de mi tío. Mi tío es un héroe.
Decirlo ahora no es nada. Pero decirlo en 1944 era algo muy especial.
Llegamos a Fredericksburg un sábado por la tarde. El día siguiente, el 23 de Noviembre de 1944 se realizaba un acto en homenaje al héroe. En la Iglesia a la que pertenecía la familia.
Esa noche escuchamos embobados sus relatos de guerra. Era como ver una película; en la que el primer actor era mi Tío, el Héroe. Pronto se hizo la hora en que los menores debían irse a la cama..... y yo tenía sólo ocho años.
Estaba acostado sumido en fantasear cuando oí un rumor; como ecos que me llegaban por la rendija de la puerta entreabierta. Abajo, en la cocina, seguían las historias de mi Tío. Arrastrándome llegué a la baranda del entrepiso. No sé cuanto tiempo estuve allí, medio despierto, medio dormido, llevado por la fantasía de guerrero intrépido. A la mañana me despertaron con un coscorrón, al tiempo que escuchaba un grito de mi padre:
- Levantate sinverguenza. Ahora dormís.... claro, anoche tuvimos que acarrearte a la cama.
Yo ni me acordaba. Sólo quería seguir durmiendo.
- Apurate que llegamos tarde a la Iglesia.
Sentí que bajaban las escaleras. Las voces se apagaban al alejarse y yo entré en pánico. Por nada me perdía esa misa. Sentí cómo cerraban la puerta. Bajé a los gritos. Al llegar a la verja ya no podía verlos. Volví llorando a la casa. Noté que alguien estaba en el jardín. Era un miembro de la familia de mi tío.
- Ahora tenés que irte solito.
Me dijo con una sonrisa socarrona.
- Por allí, hasta el fondo y media cuadra a la derecha.
Salí desesperado sin dar las gracias tantas veces predicada. Nunca andaba solo en mi barrio de San Antonio. Mucho menos en otra ciudad. Recuerdo que pensé en Pancho Villa, el caudillo de que me hablaba mi padre; en mi Tío; en lo valiente que tiene que ser un guerrero y seguí adelante. A pocas cuadras, al final de la calle, ví una Iglesia; me fuí derechito. Había gente entrando.
"Saint Anthony Catholic Church" leí y subí corriendo las escaleras.
-Where are you going, my boy?
Quedé petrificado. Era el padrecito y me hablaba en gringo.
- Well, my boy....
- I'm going to church. I'm late. My mom.....
Alcancé a decir entrecortado mientras trataba de eludirlo y entrar. El cura, un grandote, estiró la mano y me dió media vuelta.
- Boy, your church is half a block from here. "Esa es tu Iglesia"!
Terminó diciéndome al señalarme hacia donde alcancé a ver otra casa de Dios, más modesta, más bajita.
Sorprendido, avergonzado, fuí bajando las escaleras despacito, mirando hacia atrás, hacia el cura, que se me hacía cada vez más grandote, y su Iglesia, que no era la mía, que ahora quedaba en las alturas.
Nunca me olvidé del día del homenaje a mi Tío , el héroe de Omaha, en su Iglesia, la Iglesia Católica para mexicanos de Fredericksburg.
Leopoldo Rodriguez (Abril 1996)
domingo, 14 de marzo de 2010
"El Ruso"
En el galpón vivía un ruso de edad incalculable. La Hortensia le llevaba la comida. Cuando lo dejaron esconderse allí, en la década del veinte, se hizo un ingenioso excusado que nos salvó de olorosos resultados. Dicen que de noche caminaba por la bodega, la de la calle Alem. Me acuerdo que siendo chicos subíamos para espiarlo. En realidad era una aventura en la que, aterrorizados por la imaginación infantil, temíamos a ese solitario y misterioso viejo barbudo. La heroicidad consistía en llegar hasta alguno de los agujeros del galpón... y salir disparando. El ruso casi no hablaba y cuando lo hacía era para pronunciar unas pocas gruñidas palabras en un español imposible. Murió en el 46. Yo tenía siete años y su muerte me quitó una gran parte de mi vida de aventuras. Mi Tía Adelita estuvo a cargo de limpiar el galpón. Con muchachas y peoncitos puso manos a la obra al día siguiente de fallecido el ruso. La Tía, como la Mamá, nunca habían entendido porqué Don Alfonso había permitido semejante instalación. Primero sacaron los trapos; colchas, colchones, sábanas, ropa, etc. Gran parte sino todo ello en estado de mugre solidificada. Ni el Ramón, que siempre anda buscando quedarse con algo, quiso parte de tan pobre y dilapidado ajuar. Pero la sorpresa vino después, cuando comenzaron a bajar lo que había acumulado en trés décadas de vida de hermitaño. Pasé horas viendo acarrear los trastos. Me recuerdo de cajas y cajas que según Ramón estaban llenas de papeles de mierda. Nunca supe, ni sentí comentarios, de el porqué el abuelo había cobijado al ruso. Se llamaba Mathieu Gulavinski y por su destartalado carnet de inmigrante, de 1919, supimos que se trataba de un verdadero ruso, nacido en la villa de Ivachevka en el año 1865. Era un año menor que el abuelo. Estos amigos se llevaron a la tumba el secreto de sus pasadas relaciones.
Fallecidas mi madre y mi tía quedé a cargo de un sinnúmero de objetos, ropa, muebles,... y portadocumentos! Tiré todo menos lo que contenía documentos y fotos. Tiempo después comencé a revisar qué había en esas carpetas, cajas de zapatos y biblioratos. Encontré mucho sobre el pasado económico de estas dos mujeres que tanto habían luchado para sostenerse y sostener a su descendencia. Tambien fotos, cartas y tarjetas. Terminé de revisar las cajas de zapatos (mayormente con fotos, cartas y documentos), las carpetetas (viejos contratos, partidas de nacimiento, casamiento y difusión, hipotecas, etc) cuando me tocó revisar los biblioratos. Eran cinco en total. Los dos primeros resultaron ser viejas y perimidas acciones de un aserradero "Alfonso Turella", bonos lanzados por la bodega "La Adelita", planos de propiedades e informes sobre acciones judiciales sobre dichas propiedades. Cuando llegué al tercero, antes de abrirlo tuve un presentimiento. Algo me dijo que estaba por abrir algo que formaba parte de mi más intimos recuerdos. Retuve el bibliorato un momento para que dichos recuerdos salieran a la superficie. Si, eran recuerdos de la niñez. Emociones que me sacudian hoy que venían del pasado. Con sierto temor, producto del instinto más que de la razón, abrí finalmente el bibliorato. Encontré un manojo de carpetas atadas con una cinta roja. Algunas de ellas estaban lacradas y selladas. Elegí para revisar una carpeta que tenía un sello lacrado entero y bastante legible. Era un sello oficial con una corona de águilas tricéfalas y en su parte inferior se veía claramente una inscripción en francés que terminaba en "..au service du Tsar". No tuve necesidad de romper el lacrado. Estaba despegado y se mantenía unido por un pedazo de pergamino. En trece y un cuarto de páginas, de lo que era evidentemente un informe a un superior, se relataba con gran detalle e innumerables pormenores la relación existente entre Mathieu Gulavinski y Serge Nilaus. Se trataba de reuniones y cartas del año 1905. Parecía que el informe buscaba demostrar que esta relación podía ser de gran importancia para los fines de la investigación que realizaba el informante. Evidentemente, en alguna otra carpeta debían aparecer los antecedentes de estos dos personajes investigados. Con apresuramiento busqué en las carpetas algún tipo de numeración o simbología que me diera idea de cronología para su lectura. Decidí que primero debía abrir cuidadosamente a todas ellas, buscando preservar el sello lacrado. Como encontré casi imposible hacerlo decidí fotografiar cada carátula y ampliar la parte correspondiente al lacrado. Lamentablemente ésto no me dejó ver nada relevante. Sino fuera por unas letras borrosas que la ampliación y la lupa permitian ver debajo del sello. Al principio no les dí importancia. Sin embargo luego concluí que me daban una secuencia. Eran letras del alfabeto eslabo con una tipología que me era desconocida. Así pude ordenar las carpetas que resultaron ser siete de las cuales dos sumamente abultadas. De inmediato noté que la secuencia que resultaba no era completa. Las siete carpetas correspondían a lo que en nuestro alfabeto serían las letras "b", "c", "e", "f", "g" y "h". Faltaban las correspondientes a la "a" y "d". Tampoco podía saber si después de la "h" venían más carpetas. Yo no soy un investigador y no tengo mucha paciencia. Creí que los cuidados que había tenido hasta el momento eran suficiente y procedí a abrir las restantes carpetas. La que había leído, que encontré abierta y con el sello lacrado intacto, era la que correspondía a la letra "b" en nuestro alfabeto. Esto me ratificaba mi impresión de que el informe leído había sido precedido con otro que debe haber contendio los antecedentes de los personajes investigados. La segunda carpeta, la que correspondería a la "c", era una clara continuación del informe anterior. El informante había interceptado un intercambio de notas entre los investigados. Las nueve páginas trataban de lo que se denominaba "protocolos". Si bien explicaba de que se trataba de un plan no daba detalle alguno sobre el mismo. Se disculpaba por ello y al final de la novena hoja apergaminada decía que su principal objetivo sería lograr mayor información sobre los mencionados "protocolos". Lamentablemente la carpeta "d" no estaba por lo que pasé directamente a la correspondía a la letra "e". Esta contenía un sobre grande, doblado, que se mantenía cerrado gracias a una tira roja similar a las halladas con anterioridad. El sobre guardaba exactamente sesenta y seis hojas manustricas en una letra minúscula. A la dificultad de la letra manuscrita y del tamaño de la letra se sumó que el escrito estaba en un idioma que desconocía, posiblemente el ruso. Por ello pasé directamente a la carpeta con la letra "f". Allí volvía a verse la letra, idioma y sintaxis de nuestro amigo el informante. Daba a entender de su frustración por no poder hallar explicación a la falta de antecedentes de los "protocolos", sin aclarar qué eran ni de qué trataban; lo que me hizo pensar de que los mismos habían sido tema del informe en la carpeta perdida. Cada vez más sorprendido por lo que había encontrado y con grandes interrogantes sobre lo que estaba leyendo pasé a la carpeta "g". Aquí el informante daba una semblanza del antes mencionado Serge Nilaus. Lo describía como agitador de ideas revolucionarias. Sin embargo de la lectura no me quedó claro si la intención del informe era la de prevenir sobre sus actividades o de aprovechar dichas actividades. Nuestro conocido Gulavinski, el ruso, seguía figurando. Ahora como admirador o seguidor de Nilaus. Tampoco quedaba claro si esto lo convertía en un agitador o si era un agente parte de la investigación. Finalmente, en la carpeta "h", volví a hallar un sobre con setenta y siete hojas con escritura diminuta en lo que presumía era ruso. Era la misma escritura en el mismo papel. Pude ver, por la numeración que tenían, de que se trataba de la segunda parte del escrito hallado con anterioridad. Me quedaban muchas lagunas que, apesar de mis nulas habilidades de investigador, traté y logré ir llenando. Primero, quienes habían sido Mathieu Gulavinski y Serge Nilaus. Luego de recorrer las pocas y pobremente dotadas bibliotecas de Córdoba, solamente alcancé a saber de que Serge Nilaus había sido un conocido místico ortodoxo que había alcanzado cierta repercusión a fines del siglo pasado. Nada sobre Gulavinski. Nada encontré en los archivos revisados. Parecería que luego de desembarcar en Buenos Aires, donde obtuvo su carnet, pasó directamente al galpón en Cruz del Eje adonde permaneció hasta su muerte.
El próximo paso era saber si alguien podía leer las hojas en lo que suponía era ruso. Para ello recurrí a un joyero amigo, el ruso Zareff. Trabajaba en La Joyita, en la 9 de Julio. Hacía mucho que no lo visitaba por lo que se sorprendió al verme. Su lugar de trabajo era en realidad deprimente. Un sucucho que parecía un placard más que una oficina. Apenas una mesita, algunos lentes y papeles sueltos, una sillita, me imagino que de joyero, una foto cepia de un ancestro barbudo y nada mas. Como desde jóven se había encorbado, siempre me saludaba de costado, con su permanente sonrisa de hombre satisfecho de su destino. No se levantaba por lo que él denominada artritis diamantina adquirida. Había llegado a la Argentina luego de la guerra. Lo conocí en el Dean Funes nocturno. De día ayudaba a su padre que tenía una mueblería en el Boulevard San Juan. Entonces se las daba de saber ruso. Ahora tenía la oportunidad de demostrármelo. Apenas vió las pocas hojas que yo había llevado asintió con la cabeza. Estaban en ruso. Me dió a entender que le costaría traducirlas por falta de costumbre. Hacía años que habían muertos sus padres y cada vez eran menos los paisanos que hablaban ruso. Ahora todos hablaban el español o el hebreo. Yo insistí porque sabía que me resultaría difícil o caro encontrar otro traductor. Finalmente se puso unos anteojos extragruesos y empezó a balbucear en lo que supuse era ruso. No fue mucho lo que me pudo decir. Me explicó lo que ya sabía, se trataba de unas hojas introductorias. Anunciaban que había un plan... y ahí el Daniel se paró. Lo sentí incómodo. Pensé que su ruso ya no daba para más. No queriendo ponerlo en mayores apremios no insistí y nos pasamos a otro tema. A recordar los años del secundario me preguntó si me acordaba de Miguel. El hijo del médico. Por supuesto que me acordaba. Era un jodido con j grande.
- Miguel se fue a Israel y de allí pasó a Francia. Ahora es un investigador destacado que trabaja para ese instituto judío que persigue a los nazis.
Percibí su intención de pasarme un dato. Durante la conversación me dí cuanta que para él Miguel era el todo de referencia; había viajado, conocido mundo y sin embargo se acordaba de su viejo amigo Daniel. Al despedirme, Daniel me alargó un papelito con la dirección de Miguel.
Volví a casa y por un tiempo me olvidé del ruso, de las carpetas y de su contenido.
Meses después, tratando de limpiar mi escritorio de papeles, dí con la dirección de Miguel Lepek, el ídolo de Daniel. Pensé en los esfuerzos realizados en el estudio de los papeles del ruso Gulavinski. Decidí que tanto tiempo y paciencia merecían un nuevo esfuerzo. Le escribí a Miguel. Mencioné a Daniel y la necesidad de contar con ayuda profesional amistosa (gratuita) para continuar con la lectura de los manuscritos y seguir adelante con la investigación. Antes de que puediera pensarlo recibí una respuesta. Eran las mismas hojas que había mostrado a Daniel, fotocopiadas por supuesto, que ahora Miguel me devolvía llenas de anotaciones. Y una carta. No ví nada nuevo en las anotaciones pero el contenido de la carta me sorprendió. Era una invitación a que nos encontraramos en Buenos Aires. El estaría de visita con motivo de gestiones en favor del instituto donde trabajaba. Como yo viajaba continuamente a la Capi le contesté que estaba dispuesto a verlo en cualquier momento. A vuelta de correo me avisó de su viaje y forma de contactarlo a su arribo.
Nos encontramos en una confitería, en Talcahuano y Corrientes. Era la hora de la siesta con ese calor húmedo de Febrero, tan porteño y tan desagradable. Confieso que no lo reconocí. Como me había instruído llevaba conmigo fotocopias de todas las hojas del manuscrito. Todo lo que se hallaba en los dos sobres. Me sorprendió que sin casi hojear lo que le entregaba lo guardara en su portafolio e, igual que Daniel, pasara a hablar de pelotudeses pero no me dijera nada de lo que a mí me interesaba. La increíble reunión hubiera terminado así sino fuese por la interrupción del mozo. La cara del viejo me hizo acordar al ruso. Al viejo hermitaño. En ese momento tuve la misma impresión incómoda de cuando me enfrenté con el bibliorato. Se lo dije a Miguel. Y éste se sorprendió al saber de las carpetas, los sellos lacrados, el ruso Matheiu. Cada cosa nueva que le disparaba era como si fuera una bofetada que lo despertaba más y más. Evidentemente emocionado y con voz entrecortada me dijo que era imprescindible que él viera esos documentos. Que por lo que le contaba eran fundamentales en la investigación que estaba realizando. Que era un tema urticante y estos documentos podían ser claves para terminar con el mito que rodeaba al mismo y ponerle punto final. Aún cuando terminé mi lista de sorpresas él siguió hablando entusiasmado, atropellándose con palabras francesas y hebreas. Cuando llegó una hora avanzada me invitó a cenar. Le recordé que con todos los maníes, sandwiches, quesos, aceitunas y otras botanas que habíamos consumido, lo menos que tenía era hambre. Por lo cual le dí a entender que lo que necesitaba era una cama. Pareció tener miedo de quedarse solo. Miré en los alrededores buscando alguna clave. Ya no había nadie en el bar, excepto el pianista que a mi pedido seguía tocando Torna a Sorrento. Finalmente estuvo de acuerdo en dejarme ir y vernos al día siguiente frente a la Embajada de Francia.
No quiero describir todos los trámites que precedieron a mi viaje, el segundo que hacía al viejo continente, pero puedo decir que todo ocurrió como en un sueño de una noche de verano. De pronto me hallé en la casa de Miguel en un suburbio de París..... con las carpetas originales. No quise en ningún momento despegarme de ellas. Confieso que el interés que despertaron en Miguel me hizo pensar de que podrían tener valor. Valor en divisas. Así, de ser parte de mis memorias de la niñez, pasaron a ser parte de mi patrimonio. En realidad mi único patrimonio... si realmente valían algo.
Durante un par de visité el Institute Historique de la Culture Juive de la Université de Nanterre. Siempre con parte de los originales encarpetados y ahora cuidadosamente envueltos en plásticos especiales, obra de Miguel. Seguía instrucciones precisas según las cuales llevaba una carpeta por vez dejando las restantes en una caja fuerte de la que, se suponía, yo era el único en poseer una llave. Estaba tan contento en París, tenía tanto tiempo libre, trataba con tántas personas agradables, vivía en un lugar que era de lujo y comía a lo rey. Nunca se me ocurrió desconfiar de estos honestos científicos franco-israelíes. Cuando terminé el traslado de originales, perdí contacto con Miguel, quien dejó de venir a su casa. Al ir el lunes al Institute, me dijeron que el comité "..a fini le travaille". No pude sacar al francés, ni a la francesa, su jefa, de esa frase "..a fini le travaille". Me encontré perdido. Para mayor sorpresa, el martes me vinieron a visitar a la casa de Miguel. Era un agente de inmobiliaria con su cliente. La casa de Miguel se alquilaba. Yo debía abandonarla el Jueves a más tardar. No tuve otra alternativa. Como tenía el pasaje de regreso abierto, y no contaba con fondos propios, me preparé para viajar el jueves por la tarde. Así se lo hice saber al agente inmobiliario. Apenas si había colgado el teléfono cuando éste sonó. Era Miguel. Luego de escuchar mis protestas me dió a entender de que él había tenido que viajar urgente. Que lo disculpara. Que ya sabría de él. Que estaba infinitamente agradecido. Que guardara las carpetas originales por que valdrían oro. Sólo debía esperar de que él publicara los resultados de sus investigaciones. Que éstos iban a ser revolucionarios, etc., etc.
Muy pocas veces hablo de las carpetas, que aún guardo con gran cuidado, ni del viaje relámpago, ni si quiera menciono a Miguel. Pero ahora necesito narrar lo ocurrido. Acabo de leer los resultados de la investigación de Miguel.
Mathieu Gulavinski era miembro de una fracción ultraconservadora que apoyaba al zarismo. Serge Nilaus resultó ser un místico fraudulento; un extraordinario plagiarista. El informante, de nombre Sergio Belaieff, era en 1905 el Jefe de la Sección Especial del Servicio Secreto del Zar. A principios de 1906, Sergio Belaieff muere envenenado en circunstancias por demás sospechosas. Sus amigos creen de una accion ordenada de arriba. Casi simultáneamente es asesinado Serge Nilaus; el místico plagiario. Nada se sabía de Mathieu Galovinski, hasta que dí a conocer las carpetas. El contenido de las carpetas permitió a Miguel terminar con su investigación. Los dos sobre abultados contenían la prueba.
Los manuscritos constituían el primer borrador de lo que todos conocen como "Los Protocolos de los Sabios de Sion".
Leopoldo Rodríguez, Marzo 1999
Fallecidas mi madre y mi tía quedé a cargo de un sinnúmero de objetos, ropa, muebles,... y portadocumentos! Tiré todo menos lo que contenía documentos y fotos. Tiempo después comencé a revisar qué había en esas carpetas, cajas de zapatos y biblioratos. Encontré mucho sobre el pasado económico de estas dos mujeres que tanto habían luchado para sostenerse y sostener a su descendencia. Tambien fotos, cartas y tarjetas. Terminé de revisar las cajas de zapatos (mayormente con fotos, cartas y documentos), las carpetetas (viejos contratos, partidas de nacimiento, casamiento y difusión, hipotecas, etc) cuando me tocó revisar los biblioratos. Eran cinco en total. Los dos primeros resultaron ser viejas y perimidas acciones de un aserradero "Alfonso Turella", bonos lanzados por la bodega "La Adelita", planos de propiedades e informes sobre acciones judiciales sobre dichas propiedades. Cuando llegué al tercero, antes de abrirlo tuve un presentimiento. Algo me dijo que estaba por abrir algo que formaba parte de mi más intimos recuerdos. Retuve el bibliorato un momento para que dichos recuerdos salieran a la superficie. Si, eran recuerdos de la niñez. Emociones que me sacudian hoy que venían del pasado. Con sierto temor, producto del instinto más que de la razón, abrí finalmente el bibliorato. Encontré un manojo de carpetas atadas con una cinta roja. Algunas de ellas estaban lacradas y selladas. Elegí para revisar una carpeta que tenía un sello lacrado entero y bastante legible. Era un sello oficial con una corona de águilas tricéfalas y en su parte inferior se veía claramente una inscripción en francés que terminaba en "..au service du Tsar". No tuve necesidad de romper el lacrado. Estaba despegado y se mantenía unido por un pedazo de pergamino. En trece y un cuarto de páginas, de lo que era evidentemente un informe a un superior, se relataba con gran detalle e innumerables pormenores la relación existente entre Mathieu Gulavinski y Serge Nilaus. Se trataba de reuniones y cartas del año 1905. Parecía que el informe buscaba demostrar que esta relación podía ser de gran importancia para los fines de la investigación que realizaba el informante. Evidentemente, en alguna otra carpeta debían aparecer los antecedentes de estos dos personajes investigados. Con apresuramiento busqué en las carpetas algún tipo de numeración o simbología que me diera idea de cronología para su lectura. Decidí que primero debía abrir cuidadosamente a todas ellas, buscando preservar el sello lacrado. Como encontré casi imposible hacerlo decidí fotografiar cada carátula y ampliar la parte correspondiente al lacrado. Lamentablemente ésto no me dejó ver nada relevante. Sino fuera por unas letras borrosas que la ampliación y la lupa permitian ver debajo del sello. Al principio no les dí importancia. Sin embargo luego concluí que me daban una secuencia. Eran letras del alfabeto eslabo con una tipología que me era desconocida. Así pude ordenar las carpetas que resultaron ser siete de las cuales dos sumamente abultadas. De inmediato noté que la secuencia que resultaba no era completa. Las siete carpetas correspondían a lo que en nuestro alfabeto serían las letras "b", "c", "e", "f", "g" y "h". Faltaban las correspondientes a la "a" y "d". Tampoco podía saber si después de la "h" venían más carpetas. Yo no soy un investigador y no tengo mucha paciencia. Creí que los cuidados que había tenido hasta el momento eran suficiente y procedí a abrir las restantes carpetas. La que había leído, que encontré abierta y con el sello lacrado intacto, era la que correspondía a la letra "b" en nuestro alfabeto. Esto me ratificaba mi impresión de que el informe leído había sido precedido con otro que debe haber contendio los antecedentes de los personajes investigados. La segunda carpeta, la que correspondería a la "c", era una clara continuación del informe anterior. El informante había interceptado un intercambio de notas entre los investigados. Las nueve páginas trataban de lo que se denominaba "protocolos". Si bien explicaba de que se trataba de un plan no daba detalle alguno sobre el mismo. Se disculpaba por ello y al final de la novena hoja apergaminada decía que su principal objetivo sería lograr mayor información sobre los mencionados "protocolos". Lamentablemente la carpeta "d" no estaba por lo que pasé directamente a la correspondía a la letra "e". Esta contenía un sobre grande, doblado, que se mantenía cerrado gracias a una tira roja similar a las halladas con anterioridad. El sobre guardaba exactamente sesenta y seis hojas manustricas en una letra minúscula. A la dificultad de la letra manuscrita y del tamaño de la letra se sumó que el escrito estaba en un idioma que desconocía, posiblemente el ruso. Por ello pasé directamente a la carpeta con la letra "f". Allí volvía a verse la letra, idioma y sintaxis de nuestro amigo el informante. Daba a entender de su frustración por no poder hallar explicación a la falta de antecedentes de los "protocolos", sin aclarar qué eran ni de qué trataban; lo que me hizo pensar de que los mismos habían sido tema del informe en la carpeta perdida. Cada vez más sorprendido por lo que había encontrado y con grandes interrogantes sobre lo que estaba leyendo pasé a la carpeta "g". Aquí el informante daba una semblanza del antes mencionado Serge Nilaus. Lo describía como agitador de ideas revolucionarias. Sin embargo de la lectura no me quedó claro si la intención del informe era la de prevenir sobre sus actividades o de aprovechar dichas actividades. Nuestro conocido Gulavinski, el ruso, seguía figurando. Ahora como admirador o seguidor de Nilaus. Tampoco quedaba claro si esto lo convertía en un agitador o si era un agente parte de la investigación. Finalmente, en la carpeta "h", volví a hallar un sobre con setenta y siete hojas con escritura diminuta en lo que presumía era ruso. Era la misma escritura en el mismo papel. Pude ver, por la numeración que tenían, de que se trataba de la segunda parte del escrito hallado con anterioridad. Me quedaban muchas lagunas que, apesar de mis nulas habilidades de investigador, traté y logré ir llenando. Primero, quienes habían sido Mathieu Gulavinski y Serge Nilaus. Luego de recorrer las pocas y pobremente dotadas bibliotecas de Córdoba, solamente alcancé a saber de que Serge Nilaus había sido un conocido místico ortodoxo que había alcanzado cierta repercusión a fines del siglo pasado. Nada sobre Gulavinski. Nada encontré en los archivos revisados. Parecería que luego de desembarcar en Buenos Aires, donde obtuvo su carnet, pasó directamente al galpón en Cruz del Eje adonde permaneció hasta su muerte.
El próximo paso era saber si alguien podía leer las hojas en lo que suponía era ruso. Para ello recurrí a un joyero amigo, el ruso Zareff. Trabajaba en La Joyita, en la 9 de Julio. Hacía mucho que no lo visitaba por lo que se sorprendió al verme. Su lugar de trabajo era en realidad deprimente. Un sucucho que parecía un placard más que una oficina. Apenas una mesita, algunos lentes y papeles sueltos, una sillita, me imagino que de joyero, una foto cepia de un ancestro barbudo y nada mas. Como desde jóven se había encorbado, siempre me saludaba de costado, con su permanente sonrisa de hombre satisfecho de su destino. No se levantaba por lo que él denominada artritis diamantina adquirida. Había llegado a la Argentina luego de la guerra. Lo conocí en el Dean Funes nocturno. De día ayudaba a su padre que tenía una mueblería en el Boulevard San Juan. Entonces se las daba de saber ruso. Ahora tenía la oportunidad de demostrármelo. Apenas vió las pocas hojas que yo había llevado asintió con la cabeza. Estaban en ruso. Me dió a entender que le costaría traducirlas por falta de costumbre. Hacía años que habían muertos sus padres y cada vez eran menos los paisanos que hablaban ruso. Ahora todos hablaban el español o el hebreo. Yo insistí porque sabía que me resultaría difícil o caro encontrar otro traductor. Finalmente se puso unos anteojos extragruesos y empezó a balbucear en lo que supuse era ruso. No fue mucho lo que me pudo decir. Me explicó lo que ya sabía, se trataba de unas hojas introductorias. Anunciaban que había un plan... y ahí el Daniel se paró. Lo sentí incómodo. Pensé que su ruso ya no daba para más. No queriendo ponerlo en mayores apremios no insistí y nos pasamos a otro tema. A recordar los años del secundario me preguntó si me acordaba de Miguel. El hijo del médico. Por supuesto que me acordaba. Era un jodido con j grande.
- Miguel se fue a Israel y de allí pasó a Francia. Ahora es un investigador destacado que trabaja para ese instituto judío que persigue a los nazis.
Percibí su intención de pasarme un dato. Durante la conversación me dí cuanta que para él Miguel era el todo de referencia; había viajado, conocido mundo y sin embargo se acordaba de su viejo amigo Daniel. Al despedirme, Daniel me alargó un papelito con la dirección de Miguel.
Volví a casa y por un tiempo me olvidé del ruso, de las carpetas y de su contenido.
Meses después, tratando de limpiar mi escritorio de papeles, dí con la dirección de Miguel Lepek, el ídolo de Daniel. Pensé en los esfuerzos realizados en el estudio de los papeles del ruso Gulavinski. Decidí que tanto tiempo y paciencia merecían un nuevo esfuerzo. Le escribí a Miguel. Mencioné a Daniel y la necesidad de contar con ayuda profesional amistosa (gratuita) para continuar con la lectura de los manuscritos y seguir adelante con la investigación. Antes de que puediera pensarlo recibí una respuesta. Eran las mismas hojas que había mostrado a Daniel, fotocopiadas por supuesto, que ahora Miguel me devolvía llenas de anotaciones. Y una carta. No ví nada nuevo en las anotaciones pero el contenido de la carta me sorprendió. Era una invitación a que nos encontraramos en Buenos Aires. El estaría de visita con motivo de gestiones en favor del instituto donde trabajaba. Como yo viajaba continuamente a la Capi le contesté que estaba dispuesto a verlo en cualquier momento. A vuelta de correo me avisó de su viaje y forma de contactarlo a su arribo.
Nos encontramos en una confitería, en Talcahuano y Corrientes. Era la hora de la siesta con ese calor húmedo de Febrero, tan porteño y tan desagradable. Confieso que no lo reconocí. Como me había instruído llevaba conmigo fotocopias de todas las hojas del manuscrito. Todo lo que se hallaba en los dos sobres. Me sorprendió que sin casi hojear lo que le entregaba lo guardara en su portafolio e, igual que Daniel, pasara a hablar de pelotudeses pero no me dijera nada de lo que a mí me interesaba. La increíble reunión hubiera terminado así sino fuese por la interrupción del mozo. La cara del viejo me hizo acordar al ruso. Al viejo hermitaño. En ese momento tuve la misma impresión incómoda de cuando me enfrenté con el bibliorato. Se lo dije a Miguel. Y éste se sorprendió al saber de las carpetas, los sellos lacrados, el ruso Matheiu. Cada cosa nueva que le disparaba era como si fuera una bofetada que lo despertaba más y más. Evidentemente emocionado y con voz entrecortada me dijo que era imprescindible que él viera esos documentos. Que por lo que le contaba eran fundamentales en la investigación que estaba realizando. Que era un tema urticante y estos documentos podían ser claves para terminar con el mito que rodeaba al mismo y ponerle punto final. Aún cuando terminé mi lista de sorpresas él siguió hablando entusiasmado, atropellándose con palabras francesas y hebreas. Cuando llegó una hora avanzada me invitó a cenar. Le recordé que con todos los maníes, sandwiches, quesos, aceitunas y otras botanas que habíamos consumido, lo menos que tenía era hambre. Por lo cual le dí a entender que lo que necesitaba era una cama. Pareció tener miedo de quedarse solo. Miré en los alrededores buscando alguna clave. Ya no había nadie en el bar, excepto el pianista que a mi pedido seguía tocando Torna a Sorrento. Finalmente estuvo de acuerdo en dejarme ir y vernos al día siguiente frente a la Embajada de Francia.
No quiero describir todos los trámites que precedieron a mi viaje, el segundo que hacía al viejo continente, pero puedo decir que todo ocurrió como en un sueño de una noche de verano. De pronto me hallé en la casa de Miguel en un suburbio de París..... con las carpetas originales. No quise en ningún momento despegarme de ellas. Confieso que el interés que despertaron en Miguel me hizo pensar de que podrían tener valor. Valor en divisas. Así, de ser parte de mis memorias de la niñez, pasaron a ser parte de mi patrimonio. En realidad mi único patrimonio... si realmente valían algo.
Durante un par de visité el Institute Historique de la Culture Juive de la Université de Nanterre. Siempre con parte de los originales encarpetados y ahora cuidadosamente envueltos en plásticos especiales, obra de Miguel. Seguía instrucciones precisas según las cuales llevaba una carpeta por vez dejando las restantes en una caja fuerte de la que, se suponía, yo era el único en poseer una llave. Estaba tan contento en París, tenía tanto tiempo libre, trataba con tántas personas agradables, vivía en un lugar que era de lujo y comía a lo rey. Nunca se me ocurrió desconfiar de estos honestos científicos franco-israelíes. Cuando terminé el traslado de originales, perdí contacto con Miguel, quien dejó de venir a su casa. Al ir el lunes al Institute, me dijeron que el comité "..a fini le travaille". No pude sacar al francés, ni a la francesa, su jefa, de esa frase "..a fini le travaille". Me encontré perdido. Para mayor sorpresa, el martes me vinieron a visitar a la casa de Miguel. Era un agente de inmobiliaria con su cliente. La casa de Miguel se alquilaba. Yo debía abandonarla el Jueves a más tardar. No tuve otra alternativa. Como tenía el pasaje de regreso abierto, y no contaba con fondos propios, me preparé para viajar el jueves por la tarde. Así se lo hice saber al agente inmobiliario. Apenas si había colgado el teléfono cuando éste sonó. Era Miguel. Luego de escuchar mis protestas me dió a entender de que él había tenido que viajar urgente. Que lo disculpara. Que ya sabría de él. Que estaba infinitamente agradecido. Que guardara las carpetas originales por que valdrían oro. Sólo debía esperar de que él publicara los resultados de sus investigaciones. Que éstos iban a ser revolucionarios, etc., etc.
Muy pocas veces hablo de las carpetas, que aún guardo con gran cuidado, ni del viaje relámpago, ni si quiera menciono a Miguel. Pero ahora necesito narrar lo ocurrido. Acabo de leer los resultados de la investigación de Miguel.
Mathieu Gulavinski era miembro de una fracción ultraconservadora que apoyaba al zarismo. Serge Nilaus resultó ser un místico fraudulento; un extraordinario plagiarista. El informante, de nombre Sergio Belaieff, era en 1905 el Jefe de la Sección Especial del Servicio Secreto del Zar. A principios de 1906, Sergio Belaieff muere envenenado en circunstancias por demás sospechosas. Sus amigos creen de una accion ordenada de arriba. Casi simultáneamente es asesinado Serge Nilaus; el místico plagiario. Nada se sabía de Mathieu Galovinski, hasta que dí a conocer las carpetas. El contenido de las carpetas permitió a Miguel terminar con su investigación. Los dos sobre abultados contenían la prueba.
Los manuscritos constituían el primer borrador de lo que todos conocen como "Los Protocolos de los Sabios de Sion".
Leopoldo Rodríguez, Marzo 1999
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"Sin palabras"
La esquina era de mucho tránsito. Miguel caminaba a mi lado describiéndome la construcción del nuevo cruce.
- Universidad irá por arriba. De alguna manera....
Mientras seguía hablando nos acercábamos al borde de la acera.
- La de árboles que cortarán!
Comenté como de paso.
La esquina estaba taponada de autos. La obra había hecho lento el trecho. Nosotros y un agente eramos los únicos peatones en el lugar. Esperábamos el cambio de luz. El semáforo se puso en rojo y un viejo chevrolet cruzó lo mismo.
Alcancé a ver la sonrisa del agente. Tenía un "cliente". En tanto el choffer del chevrolet se daba cuenta demasiado tarde de la emboscada. El uniformado ya saltaba a la calzada con el silbato en la mano. El volante reaccionó acelerando la marcha; por pocos segundos. A los veinte metros el tránsito estaba parado.
Entonces, frente a nosotros, silenciosos testigos, ocurrió un sobreentendido de caballeros.
El auto frenó. Entre éste y el agente había apenas quince metros. El de uniforme ni se apuró. Con su sonrisa ampliada caminaba displicente.
El volante, sin inmutarse, buscó en sus bolsillos, sacó unos pesos, los arregló prolijamente y con su vista aún al frente, estiró el brazo hacia afuera del vehículo, un poco hacia atrás, hacia donde se aproximaba la ley.
En su mano, arreglados como un habano estaban los billetes. Sin que se intercambiara una sola mirada y mucho menos una palabra, el mordedor sonriente tomó el habano de billetes y retornó a esperar la próxima víctima.
Leopoldo Rodríguez, Julio 1995
- Universidad irá por arriba. De alguna manera....
Mientras seguía hablando nos acercábamos al borde de la acera.
- La de árboles que cortarán!
Comenté como de paso.
La esquina estaba taponada de autos. La obra había hecho lento el trecho. Nosotros y un agente eramos los únicos peatones en el lugar. Esperábamos el cambio de luz. El semáforo se puso en rojo y un viejo chevrolet cruzó lo mismo.
Alcancé a ver la sonrisa del agente. Tenía un "cliente". En tanto el choffer del chevrolet se daba cuenta demasiado tarde de la emboscada. El uniformado ya saltaba a la calzada con el silbato en la mano. El volante reaccionó acelerando la marcha; por pocos segundos. A los veinte metros el tránsito estaba parado.
Entonces, frente a nosotros, silenciosos testigos, ocurrió un sobreentendido de caballeros.
El auto frenó. Entre éste y el agente había apenas quince metros. El de uniforme ni se apuró. Con su sonrisa ampliada caminaba displicente.
El volante, sin inmutarse, buscó en sus bolsillos, sacó unos pesos, los arregló prolijamente y con su vista aún al frente, estiró el brazo hacia afuera del vehículo, un poco hacia atrás, hacia donde se aproximaba la ley.
En su mano, arreglados como un habano estaban los billetes. Sin que se intercambiara una sola mirada y mucho menos una palabra, el mordedor sonriente tomó el habano de billetes y retornó a esperar la próxima víctima.
Leopoldo Rodríguez, Julio 1995
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