- La Pura te manda saludos.
Le decía el Flaco abrochándose la bragueta.
- Te felicito gordo - le decía el Guero - la Pura hace unos desayunos bárbaros.
Así me contaba Rosendo mientras caminábamos por el patio.
- Lo hacían por envidia. Para que dejara el turno de noche. Todos lo buscaban. Daban cualquier cosa por agarrarlo. Pero yo no me dejaba.
Si bien Rosendo no se dejaba, tanto hicieron el Flaco y el Guero que al fin lo pusieron en duda. Una noche, un miércoles, el día de su cumpleaños, dejó la guardia al borrachín más confiable y se largó para su casa. Encontró a la Pura dormida y ni la despertó. Se quedó un rato viéndola y se volvió a la comisaría. Siguieron las chanzas y el siguió haciendose algunas escapadas. Cambiaba el día y la hora, pero siempre igual: la Pura dormía. Hasta que ocurrió.
- No es cierto!
Me decía Rosendo mientras trabajábamos en el galpón. Pasábamos mercadería a la cocina.
- No es cierto. Yo no la maté.
Pero dicen que él volvió una noche y vió la luz prendida. Entró con el chumbo reglamentario desenfundado y le pegó dos tiros. Los otros se los tiró al uniformado que salía a medio vestirse. Mató a la mujer pero ni rastros del amante.

- Yo no la maté, la encontré muerta. Estaba tirada al lado de la cama.
- Y por qué encontraron tu revólver en la pieza? Le pregunté.
- Me lo habían robado esa tarde. Yo iba desarmado.
- Le dijiste a alguien lo del robo?
- Al Flaco Toribio. A él se lo dije.
El Flaco Toribio había estado en la Comisaría hasta las 19hs.
Así lo juraba el Guero Contreras. Y a esa hora faltaban al menos dos para que se pusiera el sol.
- El Guero miente. Esos dos siempre me quisieron joder.
Llorisqueaba Rosendo.
Terminado el acarreo de provisiones volvíamos hacia la conserjería. Rosendo era mi ayudante en el control de ingreso de mercadería a la Carcel de Encausados. Al pasar frente a la salita de espera, Rosendo se paró en seco. Señalándome a un gordo que conversaba con un guardia me dijo:
- Ese es el Comisario Almada. El me ayudó en la declaratoria. Tambien me dá una mano en el juicio.
Dejé al atribulado Rosendo en el pabellón, como era de reglamento y me volví. Mi mesita con el libro de control estaba en la oficina del concerje. Al entrar noté que el Gordo Almada conversaba con Tapia. El Gordo, sentado de espaldas a la puerta, no me vió entrar. Siguió hablando en un tono que me permitío escuchar sin problemas. Con gran sorpresa oí cómo solicitaba que al Rosendo lo pusieran en el pabellón séptimo.
- El Rosendo cambió mucho desde que mató a su mujer. Yo no le confiaría tanto.
Tapia, el Concerje, me miraba de reojo, lo noté nervioso.
- Usted escribiente (era mi título) vaya a buscar la agenda a la Dirección.
Era una forma de correrme. Olí que algo feo se cocinaba.
No tuve que esperar mucho para saber de que se trataba; a Rosendo lo acabaron en el séptimo, en su primer día. Un punzazo. Se fue en sangre.
Tiempo después, de visita en el pueblo, me enteré que el Flaco Toribio y el Guero Contreras eran conocidos alcahuetes del Comisario Manuel Almada.
El círculo se cerró cuando me dijeron que Almada era un mujeriego empedernido. Vivía alardeando:
-A mí no hay mujer que se me resista!
Leopoldo Rodríguez, Diciembre 1996