Ya llevaban varios meses de mirarse de reojo. El parecía decidido a entrar en la familia de ella. Había fracasado en sus intentos de seducción de la hija mayor. Sus poses, galanteos y presentes no habían tenido éxito. Ahora ésta lo observaba sorprendida cómo había cambiado el blanco de sus deseos.
Con la menor tuvo mejor respuesta desde el principio. Se encontraban furtivamente, sólo para mirarse furtivamente. Pero por fin, se dijo él, había llegado el momento. Luego de semanas de visitas a “la familia” con cada vez más evidente intensión de cambio de objetivo; después de tantos roces jugando a la mancha en las noches tempranas de primavera; de las manos que se demoraban en el saludo; había llegado el verano caliente y un viaje al campo; un viaje al campo para festejar un cumpleaños. No podía darse una ocasión más propicia.
A poco de llegar, comenzaron los juegos. Eran juegos de niños que jugaban para hacer cosas de adultos.
Pasó el momento del juego de la mancha; a alguien se le ocurrió el juego de las estatuas. Lo jugaron. Entonces, él, antes que nadie pudiese decir algo, propuso jugar a las escondidas. Dió un nombre para que iniciara la cuenta.
Tenía todo pensado; le sonrió haciéndola cómplice y se fueron escurriendo juntos hacia un escondite más allá de toda mirada.
Se acurrucaron tras unas matas. Estaban de rodillas, en cuatro patas, frente a frente. Se sonrieron. Se escuchaban la respiración nerviosa. Estaban anciosos. Ella a la espera. El, superando su tremenda timidez y haciendo un supremo esfuerzo por seguir el plan que se había trazado, acercó su cara a la de ella. Los labios deseosos de unirse temblaban de emoción y se aprestaron a comulgar. Fué entonces que sin poder reprimirlo, al gordo le salió un eructo…
Leopoldo Rodríguez, 31 Julio 2003