En la Costa Azul, 1962.
Era el primer viaje largo en tren, sin embargo también compré boleto en tercera clase; eso significaba pasar la noche con otras cinco personas en un compartimiento con asientos de madera. Para colmo tomé un tren lechero (el más barato) que recién llegaría a Barcelona al medio día siguiente.
Pero el viaje estuvo lleno de conversaciones, cánticos y emociones; me acompañaban un hombre que pasaba los treinta años; una señorita de una edad tal vez un poco mayor y una abuela de unos sesenta años con dos nietas que apenas si pasaban los quince. El hombre y la abuela y sus nietas eran de Barcelona; la mujer era de Perpignan. Apenas arrancó el tren hubo una presentación espontánea de la abuela y las nietas contando que venían de Roma, de ver al Papa. La de Perpignan se tomaba unas vacaciones de su empleo en Cannes y el barcelonés contó que él era "asistente de torero" y venía de una feria taurina que llamó "turística" realizada en el mismo Cannes.
A poco se entabló una discusión taurina entre el asistente de torero y la abuela. Aquel comenzó a demostrar cómo debía "arreglar" al torero antes de que este entrara al ruedo y algunas técnicas de las que decía conocer de primera mano. Todo terminó en un coro en catalán que hasta la de Perpignan entonó. Yo gozaba de este ambiente popular en que me veía participando; al menos con mis festejos y carcajadas ante los dichos, aclaraciones y traducciones al castellano de lo que no entendía.
Pronto llegó la hora de descansar y allí me di cuenta de que había cambiado el orden de ocupación de los asientos; ahora el barcelonés asistente de torero estaba sentado entre la nieta mayor y la mujer de Perpignan. Esta estaba sobre la ventana, frente a mí; la abuela, que estaba a mi lado, me había cedido la ventanilla en medio de la discusión taurina.
Se apagó la luz cuando ya estaban apagadas las voces y comenzaba el ronquido de la abuela. Habrá pasado un par de horas cuando de pronto me dieron un golpe en la pierna que me despertó. Me costó acostumbrarme a la oscuridad del lugar; alguien había bajado ambas cortinas, la de la puerta y la de la ventanilla. Pero un murmullo y movimiento en la zona al frente de mi asiento llamó mi atención; algo estaba sucediendo allí. Noté que ya no había ronquidos y vi a la abuela con los ojos fijos tratando de averiguar lo que sucedía a pocos centímetros de donde ella estaba. Nuevos movimientos y hasta un quejido me hicieron dar cuenta de que en el rincón frente a mí estaban en pleno acto sexual. El asistente de torero había sabido torear y se encontraba en plena función con la mujer de Perpignan.
Desgraciadamente para los malabaristas que apasionadamente se contorsionaban al frente mío, la puerta se abrió repentinamente y el guarda anunció el arribo a Perpignan. La ahora pareja se levantó silenciosamente mientras el resto se hacían los dormidos y luego de tomar sus bultos se escurrieron fuera del compartimiento. Muy poco después, ya amaneciendo, llegamos a la frontera con España; al principio nos miramos sabiendo que éramos cómplices de algo. Apenas pasó el gendarme pidiendo la documentación, la abuela fue la primera en atacar al ¡escándalo ocurrido anoche! Que la inmoralidad ya no tenía límites; que ni siquiera los frenó la presencia de estas pobres inocentes. Las nietas intercambiaban miradas furtivas y a poco, avergonzadas de tanto parloteo de su abuela, cambiaron la conversación. Así es como fui invitado a quedarme en una habitación arriba de la carnicería propiedad del padre de las chicas; participar de los bailes...... y conocer Barcelona desde abajo hacia arriba.
Leopoldo Rodriguez, 2008
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