Así le llamaban al penado que hacía de cocinero. Carnicero porque en realidad habia sido dueño de una carnicería; pero un día asesinó al inspector municipal que lo coimeaba y para discimular su condición, lo cortó en pedazos con una gillette.
Supe del Carnicero por sus locros; eran famosos en la Cárcel de Encausados de Córdoba.
En realidad a mi no me correspondía el almuerzo ya que mi turno como asistente del Conserje terminaba a las 12:30.
Pero el olorcito era tan bueno que al fin, mi jefe, haciendo caso a mis suspiros, me ofreció un plato de locro.
Y la verdad es que la fama era merecida; tenía un gustito tan especial.
A partir de ese día me quedaba una hora extra nada más que para comer mi plato de locro. Hasta molestaba a mi madre diciéndole que sus locros no tenían el sabor del que me daban en la cárcel.
Finalmente, un día cualquiera el Conserje me invitó a conocer la cocina y al cocinero del manjar criollo.
Antes de mediodía, hora en que sabíamos el cocinero estaría en plena tarea, nos dirijimos hacia su imperio.
Apenas entramos en su reducto lo ví; era un gordo enorme que se encontraba al lado de una paila que le competía en tamaño.
Era la paila con el locro!
Nos acercamos y entonces el Conserje me sorprendió preguntándome:
- Que le ves de raro al Carnicero?
La verdad que no tenía nada de especial de no ser la cara de bruto paleolítico.
- Fijate en los brazos.
Insistió el Conserje.
Al hacerlo me dí cuenta que el Carnicero tenía la parte del antebrazo totalmente pelada; pero sus brazos eran peludos. Además, la parte pelada era de un subido tono rosado.
Se lo dije al Conserje; y me aclaró:
- El pobre se quedó sin pala para remover el locro!
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