viernes, 3 de diciembre de 2010

LEYENDO EL DIARIO

En una fresca mañana de Abril, bicicleteando en camino a los museos, negociaba el ensortijado andar de la estrecha cinta de asfalto pensando en el premio que sería llegar a mi rincón solitario. Los árboles y sus sombras matinales parecían gigantes que tenía que sortear. Rayos inclinados del sol naciente dejaban ver el polen flotando en el ambiente. Las gotas del rocío coloreaban el nuevo día que parecía desparramar felicidad y bienaventura. Llegué y pasé el bajo que me recordaba a Giverny, cuando a lo lejos alcancé a divisar el banco esperado. Es que el colchón que llevo encima me pesa cada vez más y necesitaba el descando tan deseado.
Pero hé ahí que tanta perfección era un espejismo; mi lugar ya no era tan mío y mucho menos solitario; había alguien sentado en el lugar. Estuve a punto de pasar de largo hechando furiosas miradas al intruso; sin embargo el colchón pudo más y frené mi dos ruedas tratando de hacer el máximo de ruido molesto, agudo, rompedientes.
Estabilicé el rodado y me apresté a sentarme al lado del odioso ocupante que parecía ensimismado en la lectura de su diario. En ese instante dos de mis sentidos me dejaron percibir de que el odioso vecino era un linyera yanqui, tambien llamado sin hogar. Un bolso con sus pertenencias se encontraba semiescondido entre los matorrales vecinos. Y el perfume de sus días sin baño penetraba sin piedad mis receptores olfativos.
Me dispuse a una pronta retirada cuando el individuo se transformó en persona; se dió vuelta y pude ver su cara, su piel, sus facciones y sobre todo su mirada; una mirada triste, desolada, como piediendo disculpas por existir.
Por sus rasgos, su color, sus ojos achinados, me dí cuenta de que podía tratarse de un latino/hispano/mestizo, como le quieran llamar; alguien que habla en castellano y nacido al sur del Río Bravo o Grande para otros.
Poniendo en práctica mi experiencia de largo habitante de un pais lleno de correcciones políticas, le pregunté en inglés si sabía hablar en español.
Su cara se frunció en una tenue sonrisa; creí ver en ella una afirmación y como no estaba seguro le repetí la pregunta en castellano agregando un pedido de permiso para compartir el banco.
Esta vez tuve una triple respuesta: primero cara de sorpresa, inmediatamente después un respiro de satisfacción y finalmente una amplia sonrisa y un balbuceo de campesino recién arribado a la urbe.
Leyendo las noticias tan temprano.
Acotación sin sentido como la mayor parte de aquellas que tienen como objeto iniciar una conversación entre desconocidos.
Hizo un gesto como afirmativo; pero con esa mirada triste a la cual ahora sumaba una mueca que quería ser sonrisa.
Cómo le anda yendo? De dónde es Ud?
Insistí con otras de mis acostumbradas preguntas introductorias a fin de despertarle el sentido de la conversación.
Luego de un profundo suspiro me contó que era de Nicaragua. Qué hacía poco había llegado a la zona. Y ahí nomás comenzó a narrarme su historia. Había salido del pueblo de Somoto.
Allá todos sueñan con venir a trabajar aquí. Todo hubiera quedado en un sueño sino fuera por mi amigo. Eramos cumpas desde temprano y entre copa y copa nos envalentonamos y a poco nos encontrábamos en camino.
Todos decían que era refácil. Que era cuestión de llegar a la frontera y cruzarla de noche. Que los gringos eran unos pendejos. Que se podía nadar en verdes en poco tiempo.
Además, mi amigo recordaba algo del inglés aprendido en la escuela avanzada del pueblo. Allá en el tiempo de los sandinistas. Cuando venían a dar clases esos jovencitos melenudos de la ciudad.
No le cuento los vericuetos en que anduvimos; ni los andurriales en que nos metimos; para finalmente llegar a una ciudad al borde de un río. Al otro lado estaban las casas grandes y brillantes de los americanos. Ahí ya la cosa se puso difícil, si fácil le llamamos a lo pasado. No le digo los kilómetros de distancia que anduvimos pateando.
Además de los policías y otros no tan policías mexicanos que nos pedían plata o documento para todo, había una alambrada por aquí, una pared más allá y sino aparecía el río al frente. Además se corría el rumor de que unos cazadores blancos armados hasta los dientes nos esperaban al otro lado; y no era para ofrecernos una chamba.
Confieso que estuve a punto de volverme; pero no me animaba a decírselo a mi amigo. Luego de varios días a la intemperie soportando mil humillaciones, fríos, hambrunas y qué no más; después de una par de corridas y apremios pudimos por fin colarnos por un agujero que acababan de dejar gente bien vestida. Decían que venían pagando alto mucho para que los cruzaran. Iban mujeres y niños con ellos. Algunas en vestido de fiesta.
Luego de correr como enloquecidos siempre alejándonos de la alambrada, sentimos una luz que se posaba a pocos pasos adelante nuestro. Nos tiramos a una zanja y allí encontramos una tubería adonde entramos sin pensarlo dos veces. Luego de recorrer unos metros sin ver nuestras narices encontramos una salida. Estabamos al otro lado de la luz. Salimos y seguimos corriendo alejándonos de la alambrada y de la luz.
Antes alcancé a ver a las mujeres bien vestidas en medio de la luz.
Como tantas veces antes y después, la obscuridad fue la salvación.
Cuando caí casi muerto de tanto correr, mi cumpa no estaba a mi lado. Fue la primera vez que lo perdí.
El susto era tan grande que no me dejaba respirar. Algo me agarraba de la garganta. A poco caí que era el saco con las botellas de agua. Se me había subido y me ahogaba.
En eso sentí que me iba… y me dejé ir. Tenía ganas de morir. Sentía a la calaca cerquita.
Al rato, ya con las primeras luces, cagado por todos lados, me levanté y traté de salir del matorral en que me había metido. Luego de subir una cuesta, que me pareció el San Cristobal, alcancé a ver un sendero. Traté de seguirlo de cerca. Compréndame, no estaba en el sendero, lo seguía de cerca, sabe, por si aparecían los iluminadores.
No llegué a ver el sol y ya comencé a sentir los gritos. Parecían de gente en pena grande. Gritaban como cuando le apretaba los cojones a Juanito; en un encuentro sucio.
Me paré en seco y me hice chiquitito. Allí estuve hasta que vi al sol pasar por sobre mi cabeza. Yo sentía que me cocinaba; me salvó el agua que me tocó acarrear.
Adónde estaba mi cumpa? El no lleva agua. Sería el de los gritos? Pero yo ya no respondía; no podía moverme del cagaso y del cansancio. Al fin los gritos se volvieron quejidos y luego, como a la siesta, no se escuchaba nada.
Me paré con cuidadito y empecé a recular. No pensaba parar hasta el pueblo. Fue entonces que lo ví al cumpa; tirado en medio del sendero. Parecía muerto. Quise correr gritando, pero el miedo pudo más y apenas susurre su nombre. Me fuí arrastrando hasta cerca y lo volví a llamar como cuchicheando. Después de un rato se movió un poco. Luego miró para donde yo estaba y pegó un aullido. Quería agua. Le tiré una botella cerca, pero me quedé en el montecito. Me pareció que el agua lo despertaba, porque escuché que me pedía ayuda para pararse.
Mirando para todos lados le dí una mano y nos tiramos a una zanja al otro lado del sendero.
Estuvimos un rato en silencio; no se escuchaba nadita.
La puta que olés feo; se le ocurrió decirme. La verdad que no me olía. Cuando empezó a obscurecer se levantó y se puso a caminar. Yo me alegré por que ibamos de vuelta.
Como nos volvemos no nos pararán; No? Le pregunté.
Vos tas loco; anoche pasamos lo peor; estamos varios kilometros adentro.
Y los gritos? Le pregunté.
Deben haber sido los cazadores de los que nos hablaban; golpeado a los que agarraban.
Ya no corríamos, ya no se veía la luz. El cumpa se guiaba de alguna manera porque cambió varias veces de sendero. El me decía que seguía el norte; pero yo no veía la estrella de que siempre hablábamos.
Comenzaba a dudar del cumpa cuando escuchamos un tren. Corrimos esta vez y allí lo vimos; iba despacito y era largo como pena de pobre. Fue fácil colgarse de un vagón; tenía unos rieles amontonados que nos dejaban lugar para escondernos. Pero el viaje duró poco. El trenazo paró de golpe y hasta empezaba a retroceder. Saltamos y nos quedamos quietos tratando de ver adónde estábamos. A metros alcanzamos a ver unas casas; y a escuchar unos perros. Tomamos para el otro lado.
Así comenzamos a caminar al lado de la vía o adentro de ella, asegún era más fácil. Cómo sería de largo el tren que para pasarlo tardamos casi toda la noche.
Así seguimos bordeando la vía, esquivando los pueblos, corriendo en los puentes, zambulléndonos en el monte o en el sembradío cuando venía alguien.
Por que ahora ya se veían sembradíos. Habíamos conseguido agua en una laguna. Yo me había metido con ropa y todo. En el fondo del bolso, encontré el pantalón y la camisa que llevaba para buscar trabajo. Me cambié de ropa y le insinué al cumpa de entrar en algún pueblo.
Pueblo? Ni loco. Pronto debemos llegar a una ciudad. Allí veremos qué hacer.
Y días después llegamos a una ciudad. Pero no le gustó al cumpa. Seguimos y encontramos otra. Tampoco. A mi todas me parecían buenas. Pero él, que no. Que más allá; que más grande.
En una de esas, ya con rabia y con ganas de comer algo en serio y no tanto fruto del monte, lo dejé dormido y me entré en una ciudad. Como tenía unos pesos pensaba en comprar algo para comer. Pero en las primeras cuadras todos eran distintos. Todos andaban en auto. Todos me miraban con cara de asco.
A poco me volvió el miedo. Como si el sol fuera ahora la luz. Comencé a correr de vuelta adonde estaba el cumpa.
Cuando llegué al lugar el cumpa no estaba. Tampoco estaba mi bolso que le había dejado. De nuevo me sentí morir. Otra vez perdido. Y ahora a no se a cuánto del borde. Le confieso que me senté y me puse a llorar.
Ya casi anochecido me animé a volver hacia la ciudad. Apenas me levanté lo ví, allá a lo lejos, el cumpa venía con los bolsos.
Ni qué decir lo que me dijo. Pero de verdad que yo había estado malo. Dejarlo mientras dormía.
El sí se animó con su inglés de escuela y consiguío comprar comida en serio.
Comimos caminando toda la noche; conversábamos como nunca desde la salida del pueblo. Era buenazo el cumpa.
Final, que dias después, al amanecer, llegamos a una ciudad que se veía grande. De lejos la vimos. Bueno, vimos las luces de la ciudad. Iluminaba el cielo. Como en Managua.
Nos paramos en una arboleda y nos lavamos con el agua de las botellas; nos peinamos; nos pusimos limpitos.
El cumpa decía que debíamos buscar los lugares de los jornaleros. Que debían estar en los barrios de los pobres no tan pobres.
Pero luego de toda una mañana de caminar apenas si estábamos entre casas con pasto en todos lados. Las casas rodeadas de pasto y árboles.
Por allí vimos uno que nos pareció era del otro lado. Estaba cortando el pasto en una casona. Nos acercamos y cuando estábamos por hablarle nos hizo cara de asco de gringo y se alejó.
Seguimos buscando. En una esquina grande, luego de esquivar autos que corrían como locos, encontramos una familia vestidos a la veracruzana. El cumpa se acercó y les pidió ayuda para encontrar los jornaleros. Nos indicaron un lugar, como un baldío, adonde se juntaban a la mañana tempranito. Ahora no había nadie.
Estabamos cansados y comimos algo escondidos en un pedazo de monte que habían dejado en medio de la ciudad. Hasta encontramos un pico de agua y un banco para acostarnos.
Dormimos al lado de unas casillas; los baños públicos según decía el cumpa.
Allí nos quedamos algunos días y hasta hicimos algunas chambas. Pero todos nos decían lo mismo. Si no tienen papeles deben seguir más al norte. Así que el cumpa decidió seguir más al norte. Otra vez al lado de la vía. Decía que era más seguro que el camino. Y la verdad que en más de una ocasión nos colgamos de un tren. Parando de vez en cuando en alguna ciudad fuimos llegando al norte.
Un amanecer me señaló unas luces y me dijo que aquí nos quedaríamos. Que estaba bien al norte y que decían que había mucho trabajo.
Así llegamos adonde me vé. Bueno, llegamos a otro lado; pero yo ya llevo semanas de tumbo en tumbo.
Comenzó bien con el cumpa al lado y con varios como nosotros; nos conseguíamos trabajo y hasta estuvimos parando en una casa. Yo pude comprarme estas zapatillas y la gorra.
Todo iba bien hasta que el cumpa se allegó a una salvadoreña y ella lo llevó a la cocina de un comedero.
Yo seguí con los jornaleros y nos veíamos por la noche. Yo lo esperaba porque no confiaba en los otros. Y ellos tampoco en mí. Como tuve que dejar la casa, me empaqueté con varios en una pieza de una casa grande. Eramos muchos pero así me alcanzaba para pagar y comer. Comía dos veces; a la mañana temprano y al anochecer, antes de ir a buscarlo al cumpa.
Y una noche el cumpa no apareció.
Y yo busqué a la salvadoreña.
Y busqué en la cocina del comedero.
Y nada.
Nadie sabía nada.
Hasta que ayer uno me preguntó si yo no leía los diarios.
Yo lo ví con ojos grandes porque me pareció que quería decirme algo.
Y me lo dijo. Tu cumpa, el nica de la cocina, lo mataron hace dos días. Le dieron duro. Eran muchos. A la salida del trabajo. Salió en el diario.
Caminé toda la noche; sin saber adónde ir. Me quedé sólo sin saber qué hacer. Esta vez perdí al cumpa para siempre.
Pasando cerca de ese canasto recogí este diario que Ud vé. Luego me senté y Ud llegó. Pero leyendo el diario no estoy.
Yo no sé leer el inglés.

domingo, 17 de octubre de 2010

DE CRUZ DEL EJE A WASHINGTON

Era un día como tantos. Regresaba de la oficina. Si a ese hueco se le podía llamar oficina! Ya sentado en el metro busqué lectura. A la hora del almuerzo tomé varios periódicos en español que se distribuían en forma gratuita. Lo hice para conocer lo que por entonces me era poco familiar: la minoría denominada hispánica. Según el censo de los EEUU, el que pertenece a una familia o viene de un país en que se habla español, es automáticamente un hispánico. Yo caía en la volteada. Ahora era un hispánico. Aunque sea por eso debía leer estos periódicos. Abrí el primero que encontré. Los titulares no me atrajeron. Muy locales y de intereses distintos a los mios. Comencé a leer los anuncios comerciales. Como distribuidor de libros en español podía ser interesante colocar uno. Ya llevaba casi tres años en la ciudad junto al Potomac. El negocio que había comenzado en forma brillante, languidecía desde que había perdido el apoyo de la central. Me sentía traicionado y sin el entusiasmo inicial. Mi pensamiento vagaba ahora sobre los comerciales de El Pais. Periódico semanal cuando sale. "Un hispánico que triunfa.....con la ayuda de GM". Me llamó la atención la foto de esta media página. Un señor substancial y su secretaria. Quise saber cómo era esta alianza de GM y un hispánico. El hispánico triunfante resultó ser un argentino. Cuando llegué al nombre del exitoso me quedé boquiabierto: "Facundo Bravo". Bravos puede haber muchos, pero Facundo! Recordé de inmediato a los chicos Bravo. Cruz del Eje y Córdoba hacía treinta o cuarenta años. El Ñoño Bravo.
Compañero de jardin infante y todo el primario; hasta el sexto grado en aquel celebrado "Año del Libertador". Amigo de juegos y experiencias de la infancia y primera juventud. Nuestros viejos trabajaron juntos durante décadas. Ambos llevaron a sus respectivas familias a Córdoba. Vivimos cerca; en el Bajo Palermo. Pero al fin del primario se separaron los caminos. No recuerdo haber sabido de ellos durante el secundario y la universidad. Después de diez años lo volví a ver en un ómnibus en Córdoba. Me dijo que se iba a los EEUU. A la zona de California. Se lo veía entusiasmado. Muy decidido. Un par de años después lo ví a su padre y orgulloso me contó que su hijo estaba en Berkeley, en California. Después nada. Y ahora este Facundo Bravo! Será el hermano menor? Eran tres hermanos. Ñoño, el Tata y Facundo. El anuncio daba más detalles: "...arribó a USA en 1963." Coincide en la fecha. Se habrán venido juntos? "..dueño y gerente de la firma Precision Boring, localizada en.." y daba el nombre de un pueblo en el estado de Michigan. Recorté el anuncio y lo guardé con otros papeles.

Habrán pasado unos días, cuando haciendo la periódica limpieza de la billetera hallé el anuncio. Estando al lado del teléfono, quise probar el número que me habían dado para localizar abonados en cualquier lado de los EEUU. Resultó. Me dieron el número de la empresa. Llamé y me atendió una máquina. La firma de marras se había trasladado a Lansing, otro pueblo de Michigan. Anoté el teléfono que me dictó la computadora. Por alguna razón no llamé. Puse el papelito con anuncio y teléfonos en la mesa de luz y lo dejé para después. Ese después tuvo lugar en dos meses. También durante una periódica limpieza, esta vez de la mesa de luz. Encontré el anuncio con los números. Marqué y esta vez me atendió en español una secretaria. Le pregunté por Facundo Bravo, "..de parte de un amigo de la infancia". El Sr. Bravo no estaba. Instintivamente le pedí el número de la casa. Y milagro! Me lo dió. Parece que le resulté sincero a la chica. Llamé ahora al domicilio y esta vez no contestó nadie. Ni pude dejar mensaje. Parecía que con esto terminaba mi paciencia y la búsqueda. Estuve a punto de tirar el pedazo de periódico. Pero al ver la foto me volvió la curiosidad inicial y creí que encontrarlos valía el esfuerzo. Pasó un tiempo y en una oportunidad en que recordaba viejos amigos tomé el papel y volví a llamar. Contestó una mujer. Era la esposa. Me volví a presentar como un amigo de la infancia. Esta vez no resultó tan convincente, hubo silencio. Cuántos amigos de la infancia lo llamarían? Para dar veracidad a lo dicho le pregunté por los hermanos, el Ñoño y el Tata. Esto pareció romper un poco la capa de desconfianza. Me pidió el teléfono y prometió darselo a Facundo. Ya tenía la seguridad de que era uno de los Bravo.

- "Hola".

- "Con la casa del Polo Rodriguez"?

- "Si".

- "Decime, vos sos el Polo, con quien jugábamos a los autitos?"

Esa pregunta fue toda una tarjeta de presentación; llena de recuerdos de la infancia.
Era Facundo contestando mi llamado.
Luego de las primeras y consabidas preguntas de cómo estás y qué fue de Uds., quise saber por dónde andaba mi amigo el Ñoño.

- "Mirá, por el código de área no debe vivir lejos tuyo."

Me dió un teléfono que también comenzaba con 703. Luego de despedirnos, dudé un momento, finalmente levanté el tubo para hablar a ese número que ponía a mi amigo de la niñez, al de Cruz del Eje, en Washington.
Una voz contestó. Supe en el instante de que no había cambiado. La voz era la misma. Su sorpresa fué mayúscula. Vivía a un par de kilómetros de nuestra casa. En el mismo Fairfax County. Volvíamos a estar a distancia equiparable a la que estábamos cuando vivíamos en Córdoba. Apenas salió de la sorpresa y los primeros intercambios de información, hicimos planes para vernos esa misma tarde.
Preparé un video. Salimos con mi señora y en cinco minutos estuvimos en su casa.
Al abrir la puerta, vi al Ñoño de hace treinta o cuarenta años. Más grande, más arrugas, pero la misma persona. Los mismos modos. Presentación de las familias, intercambio de recuerdos y noticias. Luego ver el video; las fotos del segundo grado, tercero, hasta el sexto; varios cumpleaños; fotos de los años cuarenta, vistas con nostalgia en los años noventa.
De Cruz del Eje a Washington.

jueves, 16 de septiembre de 2010

RUBIA DE OJOS AZULES

Rubia, ojos azules, flaca, despareja por donde se la vea, narigona, de elegancia en decadencia.
Sí, era lo que Genaro buscaba. Desde que había llegado la veía. Todos los días, a la misma hora caía por Starbucks. Parecía que se citaban. Desde el primer día se sonreían.
Para Genaro, era lo que buscaba; una mina solitaria. Se decidió a seguirla. De lejos, para no asustarla.
- Cuando entre a la casa, me le tiro cuando salga. Pensó mientras se arreglaba el ya deteriorado sobretodo.
La siguió a media cuadra. Pero allí, a media cuadra, la mina se paró al lado de un Chevy, bastante venido a menos. Se metió al coche. Estaba sola.
- Aquí todos tienen auto. Se dijo desalentado.
No podría seguirla. Cuando ya se volvía notó que la mina continuaba en el auto. Titubeó. Se acercó. Estaba tomando el café con sus facturas.
- Cosas de yanquis. Mascuyó regresándose.
Entonces pensó que en Starbucks nunca la había visto sentada. Llegaba, pasaba al baño, ordenaba, pagaba, recogía y se rajaba. Siempre con la sonrisa. Como él.
Gerardo vivía con la sonrisa. Como pidiendo perdon por algo.
Cuando estaba ya frente al café, se volvió para ver que el auto arrancaba despasito y se alejaba.
Genaro puteó a su suerte y se puso a pensar en alguna variante. Cómo salvar la diferencia? Qué hacer si todas las minas tienen auto?
Ya tenía casi un mes de haber llegado y todavía nada. Caminó un rato sin rumbo fijo. Genaro creía que este deambular le traía suerte. Tal vez en una de esas tropezaba con un verde de 100. Pero hasta el momento, en lugar de tropezar con verdes, tropezaba seguido con vagos durmiendo debajo de montículos de diarios que los protegían del frío.
- Las ventajas de la libre expresión. Si no fuera por lo barato y cantidad de páginas impresas, que sería de estos muertos de hambre?
Lo que al principio había sido solidaridad intelectual, ahora comenzaba a ser solidaridad fáctica. En un par de semanas se le acababa la guita. Chau hotelucho.
Buscó un banco sin inquilino. A lo lejos alcanzó a ver uno ocupado por alguien sentado. Ocupación parcial. Le daba posibilidad de compartir. En realidad él buscaba compartir para intentar practicar su rudimentario inglés. Desde el comienzo pensó que en un par de meses lo tenía en el bolsillo. Lo necesitaba para chamuyar a las minas. Pero le era difícil encontrar con quien hablar. Todos mantenían su distancia. Su rudimentario inglés le parecía todavía mas rudimentario por falta de uso. Si se hubiera ido a la Florida. Allí por lo menos tendría los cubanos con quien hablar. No en inglés, pero al menos en castilla.
Ya estaba cerca del inquilino parcial cuando se dió cuenta que la sentada era la mina. Allí estaba terminando sus facturas y dando migajas a unos pajaros.
- Qué pegada! Pensó y se apresuró a tomar asiento.
Se sentó en la punta opuesta. Para no asustarla y poderla relojear. Miró hacia la calle cercana y no vió al auto. Dónde lo habría estacionado?
Rumió una forma de iniciar la conversación. Comenzó por acercarse un poco. Apenas había intercambiado la estúpida sonrisa cuando ella habló. De los pajaritos. De lo libre que eran. Genaro atinó a sumar un movimiento afirmativo de cabeza a su ya estable sonrisa. Cuando ella paró se animó y soltó un
- How are you?
La mujer, que mientras hablaba miraba a los pajaros, dió vuelta y pareció sorprendida de que él estuviera allí.
- Hi. Hello! Alcanzó a escucharse Genaro.
Ella recuperó su sonrisa y volvió a su tarea. Hablaba sobre cada uno de ellos. Con nombres.
Genaro continuó arrastrando su posadera; cada vez más cerca.
Cuando de pronto ella cambió el tema. Ahora hablaba de lo caro que estaba todo.
Genaro, que entendía sólo parcialmente, esperó un hueco en la cháchara de la Rubia para introducirse con alguna frase largamente practicada. Pero la Rubia dale que dale. Siempre atenta a los pajaritos; sus estúpidos saltitos, picoteos y aleteos.
Finalmente hubo un segundo de silencio, la Rubia estaba por cambiar de tema.
Genaro aprovecho y le salió un
- Where do you live?
La Rubia se paró como un resorte. Como picada por una víbora. Desde su desgarbada altura lo miró con terror un instante y con profundo odio después. Sin decir una palabra, la pobre mujer caminó apresuradamente hacia una calle lateral.
Genaro, sorprendido por semejante reacción, no se movió. Recién cuando la desteñida figura se perdía en la esquina, se levantó y la siguió corriendo. Corría por primera vez en meses. Al llegar a la esquina alcanzó a verla. Estaba a no más de veinte pasos, se subía al destartalado Chevy.
Genaro, sin pensarlo, se acercó al auto. A través de los vidrios sucios pudo verla moviendo cosas. El interior estaba lleno cajas, bultos, una muñeca. Hasta un reloj de pared!
La mujer lo tendría que haber visto; Genaro estaba con la cara pegada al vidrio!
Pero ella se comportaba como si nadie estuviera allí. Sumida en su permanente soledad. Acomodó unas cajas, recostó el asiento. Luego, con delicadeza, extendió una colcha y se tendió en ella, tomó otra para taparse y cerró los ojos.
 

domingo, 18 de julio de 2010

EL PRIMER BESO

Ya llevaban varios meses de mirarse de reojo. El parecía decidido a entrar en la familia de ella. Había fracasado en sus intentos de seducción de la hija mayor. Sus poses, galanteos y presentes no habían tenido éxito. Ahora ésta lo observaba sorprendida cómo había cambiado el blanco de sus deseos.
Con la menor tuvo mejor respuesta desde el principio. Se encontraban furtivamente, sólo para mirarse furtivamente. Pero por fin, se dijo él, había llegado el momento. Luego de semanas de visitas a “la familia” con cada vez más evidente intensión de cambio de objetivo; después de tantos roces jugando a la mancha en las noches tempranas de primavera; de las manos que se demoraban en el saludo; había llegado el verano caliente y un viaje al campo; un viaje al campo para festejar un cumpleaños. No podía darse una ocasión más propicia.
A poco de llegar, comenzaron los juegos. Eran juegos de niños que jugaban para hacer cosas de adultos.
Pasó el momento del juego de la mancha; a alguien se le ocurrió el juego de las estatuas. Lo jugaron. Entonces, él, antes que nadie pudiese decir algo, propuso jugar a las escondidas. Dió un nombre para que iniciara la cuenta.
Tenía todo pensado; le sonrió haciéndola cómplice y se fueron escurriendo juntos hacia un escondite más allá de toda mirada.
Se acurrucaron tras unas matas. Estaban de rodillas, en cuatro patas, frente a frente. Se sonrieron. Se escuchaban la respiración nerviosa. Estaban anciosos. Ella a la espera. El, superando su tremenda timidez y haciendo un supremo esfuerzo por seguir el plan que se había trazado, acercó su cara a la de ella. Los labios deseosos de unirse temblaban de emoción y se aprestaron a comulgar. Fué entonces que sin poder reprimirlo, al gordo le salió un eructo…

Leopoldo Rodríguez, 31 Julio 2003

domingo, 11 de julio de 2010

"Mi cuento favorito, según los escritores argentinos"

De la lectura de "Mi cuento favorito, según los escritores argentinos", edición de guillermo Saavedra, Editorial Alfaguara
Si bien el título y los participantes nos dejan a la espera de una muy buena selección de cuentos, la verdad es que en el caso de este volúmen encontramos una colección de relatos tan dispares en calidad como en la traducción o en su propia caracterización como formando parte del género cuento.

domingo, 6 de junio de 2010

JUANCITO

-"Contame cómo comenzó todo."
Dijo el Concerje.
Juancito bajó la cabeza. Su gorro de papel hacía juego con sus zapatillas champion blancas. Un cordón lo estrangulaba en su cintura sosteniendo unos pantalones ajustados que parecían a punto de rasgarse. La camisa dejaba ver un pecho lampiño y brazos flácidos.
Antes de contestar esbozó una sonrisa. Como recordando algún momento feliz; pero no contestó enseguida.
Yo no tenía porqué estar allí. Ni el Concerje tenía razón para estarlo interrogando. Su función era la de constatar que los documentos del preso que entraba correspondiesen con la persona que ingresaba a la cárcel. Y a Juancito lo habían agarrado en el Cine Mundial, molestando al chico que estaba al lado.
-"Contá cómo empezó todo."
Reiteró el Concerje.
Sin dejar la sonrisa; sardónica? Nostálgica? Juancito levantó la vista y nos contó.
-"Vivimos en los ranchos sobre la Cañada. No lejos de aquí. Con mi Mamá y dos hermanitas. Hace unos años Mamá me mandó al almacén. Yo iba por el borde de la Cañada, por debajo del puente de la Justo.
Cuando llegué al puente ví a un grupo de linyeras que estaban tomando mate. Un par de ellos se me cruzaron. Yo no les tenía miedo; los conocía porque a veces iban al rancho a pedir fósforos o yerba. El más viejo me tomó de los hombros y me miró fijo. Luego me acarició la cara. Jugó con mi pelo y me dió un beso en la mejilla. Nadie nunca había sido tan cariñoso conmigo. Ni mi Mamá. En realidad sólo recibía golpes y patadas. Cuando volví del almacen, todavía estaba el linyera viejo. Los otros se habían ido. Se encontraba tirado panza arriba en su camastro de trapos y papeles. Sonreía y me llamó. Me acerqué y me tomó de la mano, del brazo, de los hombros y me recostó junto a él. Me acariciaba. Me dijo cosas lindas y me hizo de todo.
Después, aunque mi Mamá no me mandara al almacén, yo siempre pasaba por debajo del puente."

L Rodriguez, Julio 2007

sábado, 8 de mayo de 2010

EL PUMA

Mi viejo nos daba poca bola. Pero de vez en cuando le gustaba sacarnos al campo. En una de esas salidas nos llevó a las Sierras Grandes. Era un poco más allá del común de las excursiones. Si mal no recuerdo, fue la única vez que la vieja no nos acompañó. Vaya a saber qué enjuague había que no quiso venir pero insistió que nosotrso fueramos.
El viejo quería comprar un campo y el viaje era de inspección de uno que le ofrecían. Al principio no entendí porqué llevabamos con nosotros a un rubiecito, rengo y petizón, a quien no se le quitaba la sonrisa de los labios.
Luego de dejar el dulce de leche y comenzar la ruta de tierra, la cosa se puso cada vez más empinada. Cruzábamos arroyos secos, rebotando en piedras bolas cada vez más grandes, para finalmente transitar por senderos impasables. Así llegamos a una pequeña meseta; de allí se podía ver lo lejos que aún quedaban los cerros a donde se suponía estaba el campo a inspeccionar.
Nos paramos y entonces me enteré que esperábamos a un guía con caballos; en realidad con un caballo para mi viejo. Nosotros no seguíamos. Nos quedaríamos a esperarlo junto al auto y en compañía del rengo.
Cuando a la distancia vimos acercarse al paisano, mi viejo nos llamó y nos comenzó a advertir sobre los peligros que nos acechaban si nos alejábamos del auto; que cuidado con las víboras y sobre todo los pumas; que hacerle caso al rengo; etc. Y allí nomás sacó de la guantera del auto el revólver, con cinto y cartuchera y se lo entregó al rengo. Este, que ni se lo esperaba, dió un respingo y puso los ojos como huevos fritos. Sostenía el arma como a un bebé de pecho. El viejo, un poco sorprendido, le preguntó si sabía usarla. El machismo del rubiecito pudo más que el susto y asintió con la cabeza.
El guía, que era un viejo paisano más arrugado que acordeón de segunda mano, viendo un trazo de duda en la cara del padre, se apresuró a aclarar que el viaje era corto; apenas dos horas y estaban de vuelta.
A poco salieron en sus matungos serranos; y nosotros nos quedamos quietos, viendolos alejarse hasta perderse de vista.
Los primeros minutos fueron de estudio; con mi hermano veiamos hasta dónde podíamos alejarnos y hasta qué boludez nos permitiría hacer el rengo sin perder la sonrisa.
Pasada la primera media hora el rubiecito comenzó una perorata sobre los posibles peligros que encuentra uno en la sierra. “Sobre todo en la Sierra Grande, uno de los mayores desiertos de piedra del mundo”. Parafraseaba lo que el viejo había dicho queríendo ocupar la figura paterna ausente.
Pronto agotó sus escasas cualidades oratorias y viendo la poco impresión que nos había causado su discurso, resolvió lucir en su cintura el arma que le habían provisto, símbolo cierto de autoridad. Se ajustó el cinto con cartuchera y revólver para gran sorpresa nuestra que de pronto contábamos con un inesperado guardian/cancerbero. “Hay que estar preparado. Por algo me lo dejó el escribano”.
Recuerdo nebulosamente que esto me pareció una pantomina como las que hacíamos en la escuela.
El próximo paso escénico del rengo fue pasearse como milico con la mano haciendo de vicera para otear el horizonte. De vez en cuando se agachaba y ponía la rodilla en tierra, señalando a la distancia y pidiéndonos que hiciéramos silencio. Luego, con gran seriedad se paraba y nos daba a entender que había sido una falsa alarma. Pasada la primera hora, la actitud del rubiecito, el silencio de ese desierto de piedra, un sol que no dejaba moverse ni a los bichos y nuestra imaginación trabajando a toda marcha, nos hizo sentir que estabamos en un fortín rodeado de peligros.
O al menos acompañábamos el juego del rengo.
Pasadas las dos horas que el paisano había pronosticado, el jueguito de los peligros en acecho se tornó más realista, más inminente. Los ojos se le salían de la órbita al rubiecito y ya ponía una mano sobre la culata del revólver como listo para repeler el esperado ataque. La psicosis del cerco ya nos había llevado a elegir un lugar más seguro; alejado del auto.
El rengo predicaba ahora sobre las consecuencias que tendría si el escribano no regresaba. “Tal vez el gaucho lo haya perdido en el pedregal. Tal vez ahora nos toque a nosotros. Vendrá por el arma y el auto”.
El ambiente estaba tenso como violín en concierto y pasaban las horas y empezaba a picarnos el hambre.
El rubiecito introdujo entonces una nueva rutina. Además de los peligros que nos acechaban, era necesario cazar algo para alimentarse antes que llegara la noche. Las cosas parecían precipitarse, o el rengo, avanzando en el papel de héroe guardían que había asumido, buscaba llevarlas a un clímax.
Fue entonces, que por primera vez, ante la imaginada aproximación de un puma, sacó el revólver de su cartuchera y apuntó hacia unas rocas cercanas; y se escuchó el disparo y el chiflido del rebote en la pared rocosa.
El más asustado del trio defensivo era el rubiecito; el arma se le había disparado; la detonación lo sorprendió y lo aterrorizó.
Perdió su porte heroico y volvió a ser el taxista de siempre; con una sonrisa de pánico y balbuceando justificaciones.
-“El puma… tienen que haberlo visto. Sí, lo vieron; allí tras la roca.”
A toda costa nos exigía haber visto al puma..
En eso, a galope tendido, llegaron el viejo y el paisano…




Leopoldo Rodriguez, Marzo 2004

miércoles, 5 de mayo de 2010

PRENDIDA DE LA PIPA

Tuvo casa, marido y algunos animales. Tres hijos y dos hijas. Dió ayuda a su madre y a su suegra. Leía y llevaba sus cuentas. Segura de si misma en su humildad. Hasta que le quitaron la tierra y con ello el techo y con ello su mundo. Fue a la muerte de su hombre. Se dispersaron los hijos. Sólo quedó a su lado la menor. La tontita que tanto le costó criar.
Pretendió pelear. Vivir en el rancho abandonado en tierra fiscal. A poco también la hecharon del lugar. Se fue a una enrramada lejos del pueblo. Juntó leña, frutos de algarroba y lo cambió por comida. Con buenas y malas mañas pasó varios inviernos. El buen trato que les daba a las gallinas que se le acercaban le permitió ir juntando algunas. Con el paso del tiempo comenzó a vender lo que las gallinas, el algarrobo y el monte producian. Con los primeros pesos que tuvo en años se compró unos vinitos. Para recordar a su hombre. Con él lo hacían. Como él, empezó a acercarse a lo del tano. Vendió la algarroba un día, leña el otro. A veces, además del pago recibió una damajuana. Comenzó a ir a lo del tano más seguido. Además de leña y algarroba les llevaba huevos y algún pollo. No siempre le daban la yapa. Y ella comenzó a esperarla. Se dió cuenta que cuando estaba el viejo era seguro le tocaba algo. Pero cuando salian las hijas, sabía que no le darían nada. Le buscó la vuelta. El gringo no siempre iba a misa. Las mujeres sí. Los domingos eran día de no faltar. Comenzó a llegarse los domingos a la mañanita. Muchos pasaban hacia la plaza y ella hacia la bodega. Logró estabilizar la oferta y la demanda. Su damajuanita semanal con algunos agregados de suerte en el medio. Así logro permanecer dias enteros perdida en la borrachera. "Mientras las bordalezas den leche", solía decirse en voz alta. Le gustaba ver cuando le llenaban la gordita. Esos domingos tan redondos. El tano o el maestranza ponían la damajuana debajo de la pipa. Abrian y salía el tintillo que alegremente iba subiendo hasta rebozar. Se le hacía agua la boca de ver ese maná; era todo para ella.
Entonces pasó la desgracia. El gringo se enfermó serio. A poco el domingo dejó de ser día de feria. Las hijas se turnaban para quedarse al lado del tano. Pasaron un par de semanas y su desesperación la hizo tomar lo que encontraba. Del tintillo tan nutritivo, al vino-vinagre más barato; al alcohol; a lo que venía. A poco ya no le quedaron gallinas, ni fuerzas para cortar y acarrear leña, ni recoger frutos. La tontita comenzó a dejarla sola e irse a buscar frutos del monte o a que algún carrero aprovechado le diese un poco de pan.
Un día patrio en que escuchaba las bombas de estruendo que tiraban en la plaza, alcanzó a pararse y le exigió a la hija la llevase al pueblo, a la bodega. Golpeó el portón hasta que le abrieron. Era una de las gringitas. La miró con su mirada perdida que ahora siempre la acompañaba. "Mirada de borracha", le decían. Con humildad que no le era propia, alcanzó a pedir su ración con voz plañidera. Tuvo fuerzas hasta para intentar entregar el envase. La hija del tano le gritó,
- "Vaya a trabajar, borracha".
Ella le alcanzó a decir,
-"Claro, Ud. dice eso porque se puede prender de la pipa sin que nadie la vea, borracha Usted."
La tanita, sintiendose insultada, le cerró con fuerza el portón. La tontita se asustó y salió corriendo. Se quedó sola, vacía, como olla de pobre. Se sentó en el cordón, al lado de la entrada, como esperando un milagro... y el milagro ocurrió. El portón se entreabrió. Ella se animó de a poco. Como no creyendo que podía ser. Se inclinó y pispeó hacia el interior de su paraíso. Vió el camino de piedras que la llevaría hasta el galpón. No había
nadie. Se paró vacilante. Con miedo pero decidida empujó el portón, entró y lo cerró detrás de ella. Comenzó a caminar hacia el templo. Allí estaba su salvación. Cuando llegó se paró como en trance. Vió primero una, la que siempre usaba el tano para llenarle la damajuana en aquellos días felices. Luego vió las otras. Le parecieron una fila interminable de altares donde podía postrarse.
Hizo lo que soñó tantas veces. Lo que envidió que otros podrían hacer. "Tanita, me dejaste la puerta abierta, ahora es mi turno". Se arrodilló, abrió la boca debajo de la pipa y dejó correr el tintillo.
La encontraron al día siguiente, estaba tirada, casi a la mitad de la fila de bordalezas. No pudo terminar de ordeñarlas.


Leopoldo Rodriguez (Marzo 1997)

domingo, 18 de abril de 2010

"RINCON"

Casi por casualidad o por que no nos gustó la playa programada, la cosa es que caímos a este Rincón de la Isla de Puerto Rico.
Nos quedamos en el hotel recomendado y como de costumbre nuestra primera actividad fue visitar la playa. El Hotel daba frente al mar y tenía una gran palapa de reuniones con mesas y sillas estratégicamente colocadas.
Luego de una corta caminata nos sentamos a tomar sol y disfrutar del sol caribeño. Apenas alcanzamos a ver pasar algunos pelícanos cuando se nos acercó alguien que era evidente ya tenía varios días de sol. Después nos enteraríamos que más que días, tenía varias semanas en la isla.
Era un hombre que ya hacía mucho ejercía su tercera edad. Luego de presentarse comenzó a darnos sus impresiones sobre el hotel, sus facilidades, la playa, los restaurantes, etc. Así nos enteramos que esa tarde a la hora del té tendría lugar el “open house” de los Jueves. El último de la temporada.
Allí estuvimos luego de darnos tiempo para desempacar. Y allí volvimos a encontrar a nuestro primer interlocutor. Tan pronto nos vió nos saludó y nos presentó al grupo que lo acompañaba. A poco nos contaron que en realidad eran parte de un grupo mayor que ocupaba una tercera parte del hotel. Que desde hacía años pasaban el invierno en Rincón. Que casi todos ellos provenían de New Jersey o New York. Tuve entonces la oportunidad de tomarnos una foto con alguno de ellos.

Esa noche invitamos al bar de un hotel vecino a la pareja formada por nuestro nuevo amigo y su esposa. Conversamos sobre Rincón, Puerto Rico, y las vacaciones. Cuando cambiamos el tema y comenzamos a hablar de nuestras respectivas ciudades, la señora recordó la necesidad de regresar a su habitación para hacer una llamada telefónica.
Al día siguiente, luego del desayuno, fuimos nuevamente a la playa y como me imaginé allí estaba mi locuaz amigo. Esta vez solo, sin mujer ni grupo.
De inmediato, sin casi darme lugar a saludarlo, siguió la conversación del día anterior. Me contó sobre su casa, sus vacaciones, sus hijos y el considerable grupo que formaban con sus amistades y parientes cercanos.
Por mi parte le relaté que en los Estados Unidos solamente contabamos con una pequeña parte de la familia. Que teníamos algunos amigos, entre ellos algunos de muy antigua data, con quienes nos habíamos reencontrado por casualidad. Allí, mi amigo tomó la palabra para contarme el siguiente episodio:

-“A fines de la II Guerra Mundial yo formaba parte de un grupo comando de avanzada que se dedicaba a obtener información sobre archivos y refugios de nazis. Nos encontrabamos cerca de Viena, detras de las líneas alemanas ya totalmente desorganizadas. Fue entonces que nos dimos con un grupo similar del ejército Soviético. De inmediato intercambiamos la información que podíamos y luego festejamos el encuentro con whisky y vodka. A poco me encontré conversando con un jóven moscovita de nombre Anton Vasiliev. Tomé un par de fotos pensando que podrían ser de utilidad a inteligencia.
Luego de un par de días de camaradería y de borrachera, cada uno siguió con su tarea.
Después de la guerra ingresé al servicio de inteligencia y poco antes de mi retiro, cuando ya no tenía misiones que cumplir, sino escritorios que llenar, me pidieron que asista a un congreso internacional de Filología y Linguística en el vecino Canadá.
Mi tarea se concentraría en vigilar a la delegación de la Unión Soviética, buscar de iniciar contactos amistosos, etc. En una palabra, buscar algun potencial desertor.
La delegación soviética, como toda delegación soviética, tenía su “comisario político”. Este señor, a quien por primera vez ví a la distancia, era miembro de la delegación de la Unión Soviética ante las Naciones Unidas.
Luego de fracasar en mis primeras aproximaciones amistosas, intenté seducir a una jóven bibliotecaria del Kremlin. Cuando con todo entusiasmo trataba de convencerla para que me acompañara a cenar, apareció de pronto el hombre de levita, el comisario político.
Me preparaba a contestar la segura demanda de que no siguiera molestando a los miembros de la delegación, cuando con gran sorpresa ví una sonrisa en una cara conocida y que el comisario me abrazaba y me llamaba por mi nombre de pila.
Era Anton, el moscovita del 45. Ya sacaba de su bolsillo una foto arrugada y comenzaba a contarme apresuradamente su infructuosa búsqueda; su alegría de por fin haberme encontrado; su necesidad urgente de hablar conmigo.
Anton Vasiliev había recibido la foto que le enviara allá por comienzos de la década del 50. Había contestado a mi carta y nunca recibido respuesta. Como intérprete y traductor pudo conseguir un puesto en delegaciones que viajaban al extranjero y hacía poco un lugar en la delegación ante Naciones Unidas. Desde que llegó trató en vano de dar conmigo. Y ahora me encontraba de pura casualidad.
Luego de asegurarme con Langley que era de “pura casualidad” y solicitar el visto bueno, le ofrecí toda mi colaboración para desertar.
Hoy, Anton Vasiliev es un muy respetado traductor independiente a quien veo tantas veces como puedo.”

Luego de semejante historia me quedé mudo mirándo a mi nuevo y locuaz amigo. Considerando de que debía decir algo le pregunté si durante su trabajo había tenido que vivir en Langley.

-"Todos los que vé aquí hemos en algún momento vivido en el área de Washington. Es un grupo del que no nos separamos desde hace años".

Cuando comenzaba a relatar una nueva historia en que se vinculaba al Centro Simon Wiesenthal, apareció de la nada su señora que le pidió lo acompañara a la habitación.
Perplejo ante tantas confidencias y preocupado por la abrupta aparición de su compañera, me dirigí a la palapa, ocupé una mesa y me distraje haciendo unos bosquejos.
Luego del almuerzo, de nuevo en la playa, apareció un miembro del grupo quien refiriéndose a lo conversado con mi amigo, comenzó a preguntarme sobre mis dibujos y pinturas. El había traído algunos de su propia cosecha y me pedía ver los mios. Lo ví tan entusiasmado que fui a la habitación y los traje. Luego de intercambiar impresiones e ideas sobre lo mis bosquejos, insistió en ver mis pinturas. Como lo noté decepcionado por no poder mostrarle ninguna, le ofrecí verlas en la hoja que tengo en internet.

-"Es parte de la hoja de familia por lo que sólo tengo algunas".

Me agradeció vivamente y me invitó a ir a las oficinas del hotel, adonde él tenía acceso a una computadora con conexión a internet.
Me dirigió a una pequeña oficina, en los fondos de la recepción.
Sacó su llavero y abrió la puerta.
Esta circunstancia y el recuerdo de que ésta era la persona que daba la impresión de liderar el grupo, me puso nervioso. Molesto.
Tan pronto entramos en la página de la familia, noté que su interés pasaba de la pintura a mis antepasados. De allí a mis viajes y a mi profesión. Como todo aparecía en la hoja, con fotos y fechas, poco a poco el interrogatorio perdió sustancia y sin casi ver las pinturas el “comisario político” del grupo perdió interés y se despidió sin disimulo.

Leopoldo Rodríguez, Diciembre 2004

jueves, 8 de abril de 2010

TRABAJO INSALUBRE

Impresiona por lo joven que se vé. Cerca de los sesenta apenas si se le da cincuenta de edad. Morocho de piel blanca. Ojos pardos, indefinidos. Flaco y de movimientos vacilantes. Boca y nariz mas bien grandes. Propias para una cara alargada. Flequillo. Casi siempre de traje o con camisa blanca mangas largas; arremangada en días de calor. Zapatos formales, de suela, marrones o negros.
Podría tratarse de un personaje de la narrativa británica. Le faltaría el paraguas y tal vez un sombrero. No es de los que hacen señas a la izquierda y doblan a la derecha. Es de los que no hacen seña alguna. Protesta en voz alta......en privado. Promete escribir reclamos...... que nunca envía. Escribe para que lo lean....pero luego no se anima a publicar lo que escribió. Tímido. Tal vez. Hace planes para que otros lo disuadan de llevarlos a cabo. Gran tragedia personal si los otros no lo tratan de disuadir! El tiene que salir a buscar un pretexto dentro de sí mismo. Coleccionista por carácter, pinta y ganas de hacer algo con el menor esfuerzo.
El lugar donde trabajaba era el apropiado: la Catacumba de los Tribunales. Donde se archivan los expedientes de miles de desgracias. Por sus manos pasaban todas ellas. El no las leía. Solamente las trasportaba de sus anaqueles a las manos de los leguleyos que las pedían. Su principal problema residía en la inmoralidad de tales leguleyos. Hacían cualquier cosa para aumentar - o disminuir - las tragedias. Robaban hojas, capítulos y hasta expedientes completos - si es que los había completos. Controlar que las tragedias siguiesen intactas. Pelear con los insolentes, desviados, corruptos leguleyos. Y hacerlo en ese sótano infame. Cada día era un nuevo suplicio. Expedientes roídos, cubiertos de polvo, llenos de manchas que solían ser firmas y sellos ilegibles. Sentía que día a día moría un poco. Como los expedientes comidos por las ratas y los leguleyos. Cada pelea con los leguleyos o sus mandaderos; con las tragedias cada vez más insoportables y apolilladas. Un día dijo BASTA!!! Se quedó en casa. Se sentía lleno. Sintió que tenía surmenage. Además de ser una linda palabra, era un buen pretexto para no ir a trabajar. Dió parte de enfermo....por cansancio, por surmenage. Los médicos le dieron unos días de descanso.....pero no se tragaron lo de surmenage. Estuvo así un total de diez días escurriéndole el bulto al trabajo. Lo llamaban cuando se vencía la licencia médica......y volvía a insistir con su surmenage. Estuvieron a punto de despedirlo. Haciendo tripas corazón volvió a la catacumba. Pero esta vez no aguantó ni un día. A media mañana se retiró con un intolerable dolor de cabeza. El olor en el sótano. El olor a los expedientes, a los leguleyos sudorosos. El olor a rata lo percudía todo. Se sintió perdido. Buscó consuelo en la lástima que le daba su miserable situación. De su incapacidad para librarse del sótano, de las ratas, del trabajo. Alguien le sugirió buscar alivio en un psicólogo. Le ayudaría a superar la fovia que le hacía tanto daño. Luego de muchos trámites y tiras y aflojas le autorizaron a consultar al psicólogo. Una psicóloga en realidad. Enviada por la oficina de personal de los Tribunales. Al principio desconfiaba. Como con todos los que lo veían como con una enfermedad pasajera. "Pronto se recuperará y volverá a trabajar". Como si él lo quisiera!! Pero la profesional que le tocó supo ver más lejos. Sabía cuál era el remedio para la fovia. Tenía que ver con el lugar de trabajo. Las condiciones higiénicas eran inaceptables. El se entusiasmó. Vió una luz al final del camino. Pero no era tan fácil. Todo se vino abajo cuando se habló de cambiarlo a otra sección. Volvieron los dolores de cabeza; más fuertes. Sus problemas mentales aumentaron. A dichos problemas los tenía o se había dado cuenta que los tenía desde que empezó las sesiones. Apenas si se levantaba y caminaba del dormitorio al living. Solo escuchaba música suave. Ni podía leer. No tenía capacidad para concentrarse. Comía poco y su debilidad se tornaba peligrosa. La profesional notaba la declinación. Sagaz, buscó y encontró otro camino para salvar a su cliente. El ya se había transformado en su cliente, le pagaba horas extras en cada sesión. "El trabajo insalubre durante tantos años había causado daños irreparables." Eso era! El trabajo insalubre había afectado sus funciones psíquicas. No había recuperación posible. Su salud mental perdida le impedía volver al trabajo. Estaba incapacitado de por vida. Ahora debía convencer a la junta médica para que a esta víctima del trabajo insalubre le dieran una jubilación anticipada por invalidez. Y se logró. Lo lograron! El y la psicóloga. Socios. Ambos hicieron su parte. Ambos festejaron el triunfo.
Ahora todo era cuestión de cuidarse. No salir de la casa en los primeros años. Luego, hacerlo sólo de noche. No acercarse a los tribunales, ni a los bares frecuentados por los leguleyos y sus mandaderos. Debía olvidarse la razón de su jubilación: incapacidad mental.
Pasaron esos años. Comenzó a animarse a dar la cara. Era tiempo de que fuera "mejorando". Todos lo comprenderían. Por otra parte alguno de sus compañeros se habían jubilado antes de la edad correspondiente. Y hasta habían obtenido "compensaciones" por retiro forzado. El ni siquiera eso había costado. Casi se convence que con su acción había favorecido al Estado.
Ahora estaba en la calle de nuevo. Ya no sentía miedo de que lo vieran. Ni verguenza de que lo creyeran loco. Los locos habían sido ellos. Quedarse a trabajar en esa catacumba llena de ratas y leguleyos!



Leopoldo Rodriguez, 1998

miércoles, 17 de marzo de 2010

CABECITAS NEGRAS

Encabezados por el diario La Prensa, muchos medios de la época hacen referencia a los cabecitas negras que el 17 de Octubre de 1945 habrían invadido Plaza de Mayo.
Pero muchos años después, en 1959, alguien se refirió a los cabecitas negras que invadieron en Septiembre de 1955 la Plaza San Martín en la ciudad de Córdoba. Un grupo de jóvenes, provenientes ellos de la clase patricia venida a menos (en ese entonces empleados bancarios; maestros; burócratas estatales de medio pelo) se regodeaban extrayendo recuerdos del año 1955. Año de la autodenominada Revolución Libertadora.
Fue entonces (Septiembre de 1959) cuando en una soleada tarde de primavera, una adorable señorita tuvo la candidez de recordar:

- “Fuimos (Septiembre 1955) a la Plaza San Martin, queríamos estar con los soldados que habían luchado en la Revolución Libertadora. Queríamos homenajear a los salvadores de la patria. Honrar a estos centauros que venían a restaurar las libertades y las instituciones democráticas.
Pero qué sorpresa nos llevamos!
Allí estaban, los cabecitas negras adoradores de Evita; con la inocente sonrisa del que no sabe qué ha hecho. Me recuerdo que a uno del grupo le salió un:
- Estos escupieron para arriba.
Por supuesto que nos dejamos tomar fotos con ellos. Eran fotos que me imagino colgarían en sus ranchos. Los del grupo traíamos cámaras que quedaron sin usarse. Al menos no guardo ninguna foto de ese homenaje.”

Así fue como testigos presenciales me confirmaron de cómo los hijos de los cabecitas negras del 45, habían participado del golpe antiperonista del 55… con uniforme de conscriptos.

Leopoldo Rodríguez, Septiembre 2003

MI TIO ERA UN HEROE

Mi Tío era un héroe. Me parecía que nadie lo sabía y lo voceaba con ganas.

- Mi Tío es un héroe! Tiene una medalla nueva y todo.

Por su desempeño en el desembarco en la playa Omaha, en Normandía, lo habían condecorado y estaba de regreso en Fredericksburg.

-Nos vamos al pueblo de mi tío. Mi tío es un héroe.

Decirlo ahora no es nada. Pero decirlo en 1944 era algo muy especial.
Llegamos a Fredericksburg un sábado por la tarde. El día siguiente, el 23 de Noviembre de 1944 se realizaba un acto en homenaje al héroe. En la Iglesia a la que pertenecía la familia.
Esa noche escuchamos embobados sus relatos de guerra. Era como ver una película; en la que el primer actor era mi Tío, el Héroe. Pronto se hizo la hora en que los menores debían irse a la cama..... y yo tenía sólo ocho años.
Estaba acostado sumido en fantasear cuando oí un rumor; como ecos que me llegaban por la rendija de la puerta entreabierta. Abajo, en la cocina, seguían las historias de mi Tío. Arrastrándome llegué a la baranda del entrepiso. No sé cuanto tiempo estuve allí, medio despierto, medio dormido, llevado por la fantasía de guerrero intrépido. A la mañana me despertaron con un coscorrón, al tiempo que escuchaba un grito de mi padre:

- Levantate sinverguenza. Ahora dormís.... claro, anoche tuvimos que acarrearte a la cama.

Yo ni me acordaba. Sólo quería seguir durmiendo.

- Apurate que llegamos tarde a la Iglesia.

Sentí que bajaban las escaleras. Las voces se apagaban al alejarse y yo entré en pánico. Por nada me perdía esa misa. Sentí cómo cerraban la puerta. Bajé a los gritos. Al llegar a la verja ya no podía verlos. Volví llorando a la casa. Noté que alguien estaba en el jardín. Era un miembro de la familia de mi tío.

- Ahora tenés que irte solito.

Me dijo con una sonrisa socarrona.

- Por allí, hasta el fondo y media cuadra a la derecha.

Salí desesperado sin dar las gracias tantas veces predicada. Nunca andaba solo en mi barrio de San Antonio. Mucho menos en otra ciudad. Recuerdo que pensé en Pancho Villa, el caudillo de que me hablaba mi padre; en mi Tío; en lo valiente que tiene que ser un guerrero y seguí adelante. A pocas cuadras, al final de la calle, ví una Iglesia; me fuí derechito. Había gente entrando.
"Saint Anthony Catholic Church" leí y subí corriendo las escaleras.

-Where are you going, my boy?

Quedé petrificado. Era el padrecito y me hablaba en gringo.

- Well, my boy....

- I'm going to church. I'm late. My mom.....

Alcancé a decir entrecortado mientras trataba de eludirlo y entrar. El cura, un grandote, estiró la mano y me dió media vuelta.

- Boy, your church is half a block from here. "Esa es tu Iglesia"!

Terminó diciéndome al señalarme hacia donde alcancé a ver otra casa de Dios, más modesta, más bajita.
Sorprendido, avergonzado, fuí bajando las escaleras despacito, mirando hacia atrás, hacia el cura, que se me hacía cada vez más grandote, y su Iglesia, que no era la mía, que ahora quedaba en las alturas.
Nunca me olvidé del día del homenaje a mi Tío , el héroe de Omaha, en su Iglesia, la Iglesia Católica para mexicanos de Fredericksburg.



Leopoldo Rodriguez (Abril 1996)

domingo, 14 de marzo de 2010

"El Ruso"

En el galpón vivía un ruso de edad incalculable. La Hortensia le llevaba la comida. Cuando lo dejaron esconderse allí, en la década del veinte, se hizo un ingenioso excusado que nos salvó de olorosos resultados. Dicen que de noche caminaba por la bodega, la de la calle Alem. Me acuerdo que siendo chicos subíamos para espiarlo. En realidad era una aventura en la que, aterrorizados por la imaginación infantil, temíamos a ese solitario y misterioso viejo barbudo. La heroicidad consistía en llegar hasta alguno de los agujeros del galpón... y salir disparando. El ruso casi no hablaba y cuando lo hacía era para pronunciar unas pocas gruñidas palabras en un español imposible. Murió en el 46. Yo tenía siete años y su muerte me quitó una gran parte de mi vida de aventuras. Mi Tía Adelita estuvo a cargo de limpiar el galpón. Con muchachas y peoncitos puso manos a la obra al día siguiente de fallecido el ruso. La Tía, como la Mamá, nunca habían entendido porqué Don Alfonso había permitido semejante instalación. Primero sacaron los trapos; colchas, colchones, sábanas, ropa, etc. Gran parte sino todo ello en estado de mugre solidificada. Ni el Ramón, que siempre anda buscando quedarse con algo, quiso parte de tan pobre y dilapidado ajuar. Pero la sorpresa vino después, cuando comenzaron a bajar lo que había acumulado en trés décadas de vida de hermitaño. Pasé horas viendo acarrear los trastos. Me recuerdo de cajas y cajas que según Ramón estaban llenas de papeles de mierda. Nunca supe, ni sentí comentarios, de el porqué el abuelo había cobijado al ruso. Se llamaba Mathieu Gulavinski y por su destartalado carnet de inmigrante, de 1919, supimos que se trataba de un verdadero ruso, nacido en la villa de Ivachevka en el año 1865. Era un año menor que el abuelo. Estos amigos se llevaron a la tumba el secreto de sus pasadas relaciones.

Fallecidas mi madre y mi tía quedé a cargo de un sinnúmero de objetos, ropa, muebles,... y portadocumentos! Tiré todo menos lo que contenía documentos y fotos. Tiempo después comencé a revisar qué había en esas carpetas, cajas de zapatos y biblioratos. Encontré mucho sobre el pasado económico de estas dos mujeres que tanto habían luchado para sostenerse y sostener a su descendencia. Tambien fotos, cartas y tarjetas. Terminé de revisar las cajas de zapatos (mayormente con fotos, cartas y documentos), las carpetetas (viejos contratos, partidas de nacimiento, casamiento y difusión, hipotecas, etc) cuando me tocó revisar los biblioratos. Eran cinco en total. Los dos primeros resultaron ser viejas y perimidas acciones de un aserradero "Alfonso Turella", bonos lanzados por la bodega "La Adelita", planos de propiedades e informes sobre acciones judiciales sobre dichas propiedades. Cuando llegué al tercero, antes de abrirlo tuve un presentimiento. Algo me dijo que estaba por abrir algo que formaba parte de mi más intimos recuerdos. Retuve el bibliorato un momento para que dichos recuerdos salieran a la superficie. Si, eran recuerdos de la niñez. Emociones que me sacudian hoy que venían del pasado. Con sierto temor, producto del instinto más que de la razón, abrí finalmente el bibliorato. Encontré un manojo de carpetas atadas con una cinta roja. Algunas de ellas estaban lacradas y selladas. Elegí para revisar una carpeta que tenía un sello lacrado entero y bastante legible. Era un sello oficial con una corona de águilas tricéfalas y en su parte inferior se veía claramente una inscripción en francés que terminaba en "..au service du Tsar". No tuve necesidad de romper el lacrado. Estaba despegado y se mantenía unido por un pedazo de pergamino. En trece y un cuarto de páginas, de lo que era evidentemente un informe a un superior, se relataba con gran detalle e innumerables pormenores la relación existente entre Mathieu Gulavinski y Serge Nilaus. Se trataba de reuniones y cartas del año 1905. Parecía que el informe buscaba demostrar que esta relación podía ser de gran importancia para los fines de la investigación que realizaba el informante. Evidentemente, en alguna otra carpeta debían aparecer los antecedentes de estos dos personajes investigados. Con apresuramiento busqué en las carpetas algún tipo de numeración o simbología que me diera idea de cronología para su lectura. Decidí que primero debía abrir cuidadosamente a todas ellas, buscando preservar el sello lacrado. Como encontré casi imposible hacerlo decidí fotografiar cada carátula y ampliar la parte correspondiente al lacrado. Lamentablemente ésto no me dejó ver nada relevante. Sino fuera por unas letras borrosas que la ampliación y la lupa permitian ver debajo del sello. Al principio no les dí importancia. Sin embargo luego concluí que me daban una secuencia. Eran letras del alfabeto eslabo con una tipología que me era desconocida. Así pude ordenar las carpetas que resultaron ser siete de las cuales dos sumamente abultadas. De inmediato noté que la secuencia que resultaba no era completa. Las siete carpetas correspondían a lo que en nuestro alfabeto serían las letras "b", "c", "e", "f", "g" y "h". Faltaban las correspondientes a la "a" y "d". Tampoco podía saber si después de la "h" venían más carpetas. Yo no soy un investigador y no tengo mucha paciencia. Creí que los cuidados que había tenido hasta el momento eran suficiente y procedí a abrir las restantes carpetas. La que había leído, que encontré abierta y con el sello lacrado intacto, era la que correspondía a la letra "b" en nuestro alfabeto. Esto me ratificaba mi impresión de que el informe leído había sido precedido con otro que debe haber contendio los antecedentes de los personajes investigados. La segunda carpeta, la que correspondería a la "c", era una clara continuación del informe anterior. El informante había interceptado un intercambio de notas entre los investigados. Las nueve páginas trataban de lo que se denominaba "protocolos". Si bien explicaba de que se trataba de un plan no daba detalle alguno sobre el mismo. Se disculpaba por ello y al final de la novena hoja apergaminada decía que su principal objetivo sería lograr mayor información sobre los mencionados "protocolos". Lamentablemente la carpeta "d" no estaba por lo que pasé directamente a la correspondía a la letra "e". Esta contenía un sobre grande, doblado, que se mantenía cerrado gracias a una tira roja similar a las halladas con anterioridad. El sobre guardaba exactamente sesenta y seis hojas manustricas en una letra minúscula. A la dificultad de la letra manuscrita y del tamaño de la letra se sumó que el escrito estaba en un idioma que desconocía, posiblemente el ruso. Por ello pasé directamente a la carpeta con la letra "f". Allí volvía a verse la letra, idioma y sintaxis de nuestro amigo el informante. Daba a entender de su frustración por no poder hallar explicación a la falta de antecedentes de los "protocolos", sin aclarar qué eran ni de qué trataban; lo que me hizo pensar de que los mismos habían sido tema del informe en la carpeta perdida. Cada vez más sorprendido por lo que había encontrado y con grandes interrogantes sobre lo que estaba leyendo pasé a la carpeta "g". Aquí el informante daba una semblanza del antes mencionado Serge Nilaus. Lo describía como agitador de ideas revolucionarias. Sin embargo de la lectura no me quedó claro si la intención del informe era la de prevenir sobre sus actividades o de aprovechar dichas actividades. Nuestro conocido Gulavinski, el ruso, seguía figurando. Ahora como admirador o seguidor de Nilaus. Tampoco quedaba claro si esto lo convertía en un agitador o si era un agente parte de la investigación. Finalmente, en la carpeta "h", volví a hallar un sobre con setenta y siete hojas con escritura diminuta en lo que presumía era ruso. Era la misma escritura en el mismo papel. Pude ver, por la numeración que tenían, de que se trataba de la segunda parte del escrito hallado con anterioridad. Me quedaban muchas lagunas que, apesar de mis nulas habilidades de investigador, traté y logré ir llenando. Primero, quienes habían sido Mathieu Gulavinski y Serge Nilaus. Luego de recorrer las pocas y pobremente dotadas bibliotecas de Córdoba, solamente alcancé a saber de que Serge Nilaus había sido un conocido místico ortodoxo que había alcanzado cierta repercusión a fines del siglo pasado. Nada sobre Gulavinski. Nada encontré en los archivos revisados. Parecería que luego de desembarcar en Buenos Aires, donde obtuvo su carnet, pasó directamente al galpón en Cruz del Eje adonde permaneció hasta su muerte.
El próximo paso era saber si alguien podía leer las hojas en lo que suponía era ruso. Para ello recurrí a un joyero amigo, el ruso Zareff. Trabajaba en La Joyita, en la 9 de Julio. Hacía mucho que no lo visitaba por lo que se sorprendió al verme. Su lugar de trabajo era en realidad deprimente. Un sucucho que parecía un placard más que una oficina. Apenas una mesita, algunos lentes y papeles sueltos, una sillita, me imagino que de joyero, una foto cepia de un ancestro barbudo y nada mas. Como desde jóven se había encorbado, siempre me saludaba de costado, con su permanente sonrisa de hombre satisfecho de su destino. No se levantaba por lo que él denominada artritis diamantina adquirida. Había llegado a la Argentina luego de la guerra. Lo conocí en el Dean Funes nocturno. De día ayudaba a su padre que tenía una mueblería en el Boulevard San Juan. Entonces se las daba de saber ruso. Ahora tenía la oportunidad de demostrármelo. Apenas vió las pocas hojas que yo había llevado asintió con la cabeza. Estaban en ruso. Me dió a entender que le costaría traducirlas por falta de costumbre. Hacía años que habían muertos sus padres y cada vez eran menos los paisanos que hablaban ruso. Ahora todos hablaban el español o el hebreo. Yo insistí porque sabía que me resultaría difícil o caro encontrar otro traductor. Finalmente se puso unos anteojos extragruesos y empezó a balbucear en lo que supuse era ruso. No fue mucho lo que me pudo decir. Me explicó lo que ya sabía, se trataba de unas hojas introductorias. Anunciaban que había un plan... y ahí el Daniel se paró. Lo sentí incómodo. Pensé que su ruso ya no daba para más. No queriendo ponerlo en mayores apremios no insistí y nos pasamos a otro tema. A recordar los años del secundario me preguntó si me acordaba de Miguel. El hijo del médico. Por supuesto que me acordaba. Era un jodido con j grande.
- Miguel se fue a Israel y de allí pasó a Francia. Ahora es un investigador destacado que trabaja para ese instituto judío que persigue a los nazis.
Percibí su intención de pasarme un dato. Durante la conversación me dí cuanta que para él Miguel era el todo de referencia; había viajado, conocido mundo y sin embargo se acordaba de su viejo amigo Daniel. Al despedirme, Daniel me alargó un papelito con la dirección de Miguel.
Volví a casa y por un tiempo me olvidé del ruso, de las carpetas y de su contenido.
Meses después, tratando de limpiar mi escritorio de papeles, dí con la dirección de Miguel Lepek, el ídolo de Daniel. Pensé en los esfuerzos realizados en el estudio de los papeles del ruso Gulavinski. Decidí que tanto tiempo y paciencia merecían un nuevo esfuerzo. Le escribí a Miguel. Mencioné a Daniel y la necesidad de contar con ayuda profesional amistosa (gratuita) para continuar con la lectura de los manuscritos y seguir adelante con la investigación. Antes de que puediera pensarlo recibí una respuesta. Eran las mismas hojas que había mostrado a Daniel, fotocopiadas por supuesto, que ahora Miguel me devolvía llenas de anotaciones. Y una carta. No ví nada nuevo en las anotaciones pero el contenido de la carta me sorprendió. Era una invitación a que nos encontraramos en Buenos Aires. El estaría de visita con motivo de gestiones en favor del instituto donde trabajaba. Como yo viajaba continuamente a la Capi le contesté que estaba dispuesto a verlo en cualquier momento. A vuelta de correo me avisó de su viaje y forma de contactarlo a su arribo.
Nos encontramos en una confitería, en Talcahuano y Corrientes. Era la hora de la siesta con ese calor húmedo de Febrero, tan porteño y tan desagradable. Confieso que no lo reconocí. Como me había instruído llevaba conmigo fotocopias de todas las hojas del manuscrito. Todo lo que se hallaba en los dos sobres. Me sorprendió que sin casi hojear lo que le entregaba lo guardara en su portafolio e, igual que Daniel, pasara a hablar de pelotudeses pero no me dijera nada de lo que a mí me interesaba. La increíble reunión hubiera terminado así sino fuese por la interrupción del mozo. La cara del viejo me hizo acordar al ruso. Al viejo hermitaño. En ese momento tuve la misma impresión incómoda de cuando me enfrenté con el bibliorato. Se lo dije a Miguel. Y éste se sorprendió al saber de las carpetas, los sellos lacrados, el ruso Matheiu. Cada cosa nueva que le disparaba era como si fuera una bofetada que lo despertaba más y más. Evidentemente emocionado y con voz entrecortada me dijo que era imprescindible que él viera esos documentos. Que por lo que le contaba eran fundamentales en la investigación que estaba realizando. Que era un tema urticante y estos documentos podían ser claves para terminar con el mito que rodeaba al mismo y ponerle punto final. Aún cuando terminé mi lista de sorpresas él siguió hablando entusiasmado, atropellándose con palabras francesas y hebreas. Cuando llegó una hora avanzada me invitó a cenar. Le recordé que con todos los maníes, sandwiches, quesos, aceitunas y otras botanas que habíamos consumido, lo menos que tenía era hambre. Por lo cual le dí a entender que lo que necesitaba era una cama. Pareció tener miedo de quedarse solo. Miré en los alrededores buscando alguna clave. Ya no había nadie en el bar, excepto el pianista que a mi pedido seguía tocando Torna a Sorrento. Finalmente estuvo de acuerdo en dejarme ir y vernos al día siguiente frente a la Embajada de Francia.
No quiero describir todos los trámites que precedieron a mi viaje, el segundo que hacía al viejo continente, pero puedo decir que todo ocurrió como en un sueño de una noche de verano. De pronto me hallé en la casa de Miguel en un suburbio de París..... con las carpetas originales. No quise en ningún momento despegarme de ellas. Confieso que el interés que despertaron en Miguel me hizo pensar de que podrían tener valor. Valor en divisas. Así, de ser parte de mis memorias de la niñez, pasaron a ser parte de mi patrimonio. En realidad mi único patrimonio... si realmente valían algo.
Durante un par de visité el Institute Historique de la Culture Juive de la Université de Nanterre. Siempre con parte de los originales encarpetados y ahora cuidadosamente envueltos en plásticos especiales, obra de Miguel. Seguía instrucciones precisas según las cuales llevaba una carpeta por vez dejando las restantes en una caja fuerte de la que, se suponía, yo era el único en poseer una llave. Estaba tan contento en París, tenía tanto tiempo libre, trataba con tántas personas agradables, vivía en un lugar que era de lujo y comía a lo rey. Nunca se me ocurrió desconfiar de estos honestos científicos franco-israelíes. Cuando terminé el traslado de originales, perdí contacto con Miguel, quien dejó de venir a su casa. Al ir el lunes al Institute, me dijeron que el comité "..a fini le travaille". No pude sacar al francés, ni a la francesa, su jefa, de esa frase "..a fini le travaille". Me encontré perdido. Para mayor sorpresa, el martes me vinieron a visitar a la casa de Miguel. Era un agente de inmobiliaria con su cliente. La casa de Miguel se alquilaba. Yo debía abandonarla el Jueves a más tardar. No tuve otra alternativa. Como tenía el pasaje de regreso abierto, y no contaba con fondos propios, me preparé para viajar el jueves por la tarde. Así se lo hice saber al agente inmobiliario. Apenas si había colgado el teléfono cuando éste sonó. Era Miguel. Luego de escuchar mis protestas me dió a entender de que él había tenido que viajar urgente. Que lo disculpara. Que ya sabría de él. Que estaba infinitamente agradecido. Que guardara las carpetas originales por que valdrían oro. Sólo debía esperar de que él publicara los resultados de sus investigaciones. Que éstos iban a ser revolucionarios, etc., etc.
Muy pocas veces hablo de las carpetas, que aún guardo con gran cuidado, ni del viaje relámpago, ni si quiera menciono a Miguel. Pero ahora necesito narrar lo ocurrido. Acabo de leer los resultados de la investigación de Miguel.
Mathieu Gulavinski era miembro de una fracción ultraconservadora que apoyaba al zarismo. Serge Nilaus resultó ser un místico fraudulento; un extraordinario plagiarista. El informante, de nombre Sergio Belaieff, era en 1905 el Jefe de la Sección Especial del Servicio Secreto del Zar. A principios de 1906, Sergio Belaieff muere envenenado en circunstancias por demás sospechosas. Sus amigos creen de una accion ordenada de arriba. Casi simultáneamente es asesinado Serge Nilaus; el místico plagiario. Nada se sabía de Mathieu Galovinski, hasta que dí a conocer las carpetas. El contenido de las carpetas permitió a Miguel terminar con su investigación. Los dos sobre abultados contenían la prueba.
Los manuscritos constituían el primer borrador de lo que todos conocen como "Los Protocolos de los Sabios de Sion".
 
Leopoldo Rodríguez, Marzo 1999

"Sin palabras"

La esquina era de mucho tránsito. Miguel caminaba a mi lado describiéndome la construcción del nuevo cruce.
- Universidad irá por arriba. De alguna manera....
Mientras seguía hablando nos acercábamos al borde de la acera.
- La de árboles que cortarán!
Comenté como de paso.
La esquina estaba taponada de autos. La obra había hecho lento el trecho. Nosotros y un agente eramos los únicos peatones en el lugar. Esperábamos el cambio de luz. El semáforo se puso en rojo y un viejo chevrolet cruzó lo mismo.
Alcancé a ver la sonrisa del agente. Tenía un "cliente". En tanto el choffer del chevrolet se daba cuenta demasiado tarde de la emboscada. El uniformado ya saltaba a la calzada con el silbato en la mano. El volante reaccionó acelerando la marcha; por pocos segundos. A los veinte metros el tránsito estaba parado.
Entonces, frente a nosotros, silenciosos testigos, ocurrió un sobreentendido de caballeros.
El auto frenó. Entre éste y el agente había apenas quince metros. El de uniforme ni se apuró. Con su sonrisa ampliada caminaba displicente.
El volante, sin inmutarse, buscó en sus bolsillos, sacó unos pesos, los arregló prolijamente y con su vista aún al frente, estiró el brazo hacia afuera del vehículo, un poco hacia atrás, hacia donde se aproximaba la ley.
En su mano, arreglados como un habano estaban los billetes. Sin que se intercambiara una sola mirada y mucho menos una palabra, el mordedor sonriente tomó el habano de billetes y retornó a esperar la próxima víctima.

Leopoldo Rodríguez, Julio 1995

lunes, 8 de marzo de 2010

LA TIA ADELITA

La veía llegar en su traje sastre claro. Sus largas trenzas recogidas en un rodete. Sus zapatos negros de tacones gruesos. Una carpeta que revalsaba de papeles y su cartera con mucho uso en su brazo izquierdo. En el derecho, un paquete. El paquete! En él venían juguetes, revistas, libros; un tesoro de regalos.

Mi grito era compartido por mi hermano y mis amigos.



El Pato Donald, Patoruzito y Billiken para los más chicos; El Gráfico y El Hogar para los grandes. El Mono Relojero, Cenicienta, Pinochio, libros para pintar… y las pinturas. Qué pinturas! Lápices de colores Faver. Comprados en la juguetería Kaussel. Que yo gastaría antes del próximo viaje. Y juguetes. Autitos Dinky Toy; juegos de Meccano; grandes camiones de madera, con carteles en italiano que denunciaban su procedencia.

Y esto sucedía cada mes. Durante años. Mientras nos alojabamos en su casa. En Cruz del Eje Sur. Cerca de la Estación, en la calle Leandro Alem. En el viejo barrio que alguna vez se llamó Turella.

EL CARNICERO

Así le llamaban al penado que hacía de cocinero. Carnicero porque en realidad habia sido dueño de una carnicería; pero un día asesinó al inspector municipal que lo coimeaba y para discimular su condición, lo cortó en pedazos con una gillette.
Supe del Carnicero por sus locros; eran famosos en la Cárcel de Encausados de Córdoba.

En realidad a mi no me correspondía el almuerzo ya que mi turno como asistente del Conserje terminaba a las 12:30.
Pero el olorcito era tan bueno que al fin, mi jefe, haciendo caso a mis suspiros, me ofreció un plato de locro.
Y la verdad es que la fama era merecida; tenía un gustito tan especial.
A partir de ese día me quedaba una hora extra nada más que para comer mi plato de locro. Hasta molestaba a mi madre diciéndole que sus locros no tenían el sabor del que me daban en la cárcel.
Finalmente, un día cualquiera el Conserje me invitó a conocer la cocina y al cocinero del manjar criollo.
Antes de mediodía, hora en que sabíamos el cocinero estaría en plena tarea, nos dirijimos hacia su imperio.
Apenas entramos en su reducto lo ví; era un gordo enorme que se encontraba al lado de una paila que le competía en tamaño.
Era la paila con el locro!
Nos acercamos y entonces el Conserje me sorprendió preguntándome:
- Que le ves de raro al Carnicero?
La verdad que no tenía nada de especial de no ser la cara de bruto paleolítico.
- Fijate en los brazos.
Insistió el Conserje.
Al hacerlo me dí cuenta que el Carnicero tenía la parte del antebrazo totalmente pelada; pero sus brazos eran peludos. Además, la parte pelada era de un subido tono rosado.
Se lo dije al Conserje; y me aclaró:
- El pobre se quedó sin pala para remover el locro!

domingo, 7 de marzo de 2010

UNA PECULIAR MANERA DE CAMINAR



Nos encontrábamos en la esquina de Rioja y General Paz. Debíamos permanecer a cierta distancia de la entrada. Generalmente estábamos en la vereda; frente a la fachada lateral del Colegio Dean Funes. Eramos los del nocturno. Los de la tarde ya se habian ido. Recién entonces llegaban los que trabajaban durante el día y estudiaban a la noche. Conjunto heterogéneo de edades, vestimentas y figuras. Los más jóvenes no teníamos los veinte; los más viejos pasaban los 30. Algunos eran muy pobres; como al que llamábamos "Perpetua" porque siempre traía puesto lo mismo; que era lo único que tenía. Otros eran nenes bien expulsados de otras escuelas y aceptados en el nocturno como última oportunidad. Normalmente los momentos previos al ingreso a clase podían extenderse de unos pocos minutos a un par de horas. Normalmente se desarrollaba alguna pelea que generalmente terminaba con la primera sangre. Pero había ocasiones en que la cosa se complicaba. Era cuando había algún intercambio con los canillitas del Córdoba. Cuando el diario de la tarde se hacía esperar en su reparto coincidían los dos grupos. Entonces era inevitable. De los intercambios de saludos al insulto, de allí al más arriesgado que cruzaba la Gral Paz y finalmente la batahola. Terminaba cuando de alguna de las instituciones llamaban a la tarea. O el celador a entrar a clase o el jefe de reparto a recoger los periódicos. Por milagro siempre hubo heridos pero ninguna fatalidad. Sabíamos que entre los nuestros había varios cuchilleros; al flaco Rodríguez un par de uniformados lo habian sacado de la clase y al buscar en su pupitre encontraron un "elemento cortante". Prueba de su participación en una seria ofensa a la Autoridad. Pero el lío en serio se armaba los viernes a la tarde. Cuando en la esquina coincidían los del nocturno, los canillitas y los cadetitos del Liceo, que con su uniforme reluciente se animaban a pasar por el lugar. Viendo en retrospectiva los considero verdaderos héroes. Ese día, si se armaba, la cosa duraba más. Era la oportunidad en que las masas se unían. Estudiantes-trabajadores nocturnos más canillitas contra los uniformados. Algunos hasta con sablecitos. Pero el milagro se repetía, había heridos y seriamente vapuleados pero nunca se llegaba a la punzada fatal. Fue en una de esas esperas, de que la cosa engordara hasta reventar, que lo ví llegar. Era más bien alto, al menos así me impresionó entonces; flaco y desgarbado. Se paró al lado del cartel que anunciaba no sé qué cigarrillos y se puso a mirar la fachada del Cole. Como lo ví como dudando y por curiosidad de aburrido, me crucé y me le acerqué. Me sonrió y antes que le ofrezca ayuda me preguntó si eramos los del nocturno. Empezamos una charla en que me contó de que él había estudiado en el Dean Funes. Hacía ya unos diez años. Me preguntó si todavía estaban las palmeras.
-Los baños, mejoraron?
Le dije que si podía esperar unos minutos entrábamos y los visitaba. No me contestó y siguió preguntándome sobre profesores, celadores, el portero. No se le quitaba la sonrisa soñadora. De pronto me dió la mano, una palmada en la cabeza y comenzó a caminar hacia Colón. Me llamó la atención su forma de hacerlo. Un poco encorbado y como desprolijo. Me quedé un rato mirándolo. Cuando abrieron las puertas me fui derecho al portero y le conté del encuntro. No lo ubicó al personaje. Tampoco el celador que consideré más antiguo. A todos les describía la forma de caminar del tipo. Yo consideraba que era lo distintivo. Pero nadie lo recordó.
Muchas tardes después, más los años pasados en la Facu y ya estoy en Buenos Aires. Como buen provinciano había ido a probar suerte en la Capi. Apenas despuntaba la década del sesenta. No recuerdo bien el año. Caminaba por una de las tantas calles parecidas a todas. Hacía frío. Iba distraído pensando en el poema de Cortázar y entretenido en eludir las baldosas sueltas de toda vereda que se precie de tal. De pronto, como aparecidos de la nada, me encontré de frente con un grupo de tres o cuatro grandotes con sobretodos. Alguno hasta tenía sombrero. Conversaban animadamente. Ocupaban toda la vereda. Me obligaron a tirarme a la calle. Con un poco de bronca les dí una ojeada al pasar. Ya estaban de espaldas. Uno de ellos se distinguía en el grupo... por su manera de caminar. Y entonces me vino a la memoria el tipo aquel. Me costó en un primer momento determinar cuándo había visto esa forma tan peculiar de moverse y esa figura que bamboleaba un poco la cabeza en su marcha desgarbada. Pero sí, podía ser el ex-alumno del Cole. El preguntón que me había llamado la atención y que todavía tenía en la memoria. Me paré y los miré cruzar la esquina y seguir por la misma vereda. Me quedé pensando en que todo era una boludés. Cuántos tipos caminarían igual; como pisando huevos.
Después de unos años aguantando la cargada de los porteños (cooomo te vaaaaa... cordobés) logré devolverles las atenciones. Me eligieron en lugar de un porteño para enviarme becado a Francia. Era a comienzos del 67. Ya casado y acompañado de mi esposa, Mery, nos alojábamos en un hotel de una estrella, el Hotel des Academies, en la rue de la Grand Chaumier, a pasos de la esquina de Raspail y Montparnasse. Hacía pocos días que habíamos llegado y Mery salió a buscar algo para comer. Como tardaba, bajé y crucé Montparnasse en diagonal. Estaba por tomar la calle donde estaba el boliche, cuando algo me llamó la atención. Noté que desde una mesa del bar de la esquina, a unos pocos metros de donde me encontraba, una persona me sonreía. Me acerqué pensando que podía ser alguien del hotel.
- Que está haciendo este cordobés en París?
Me quedé frío. No era del hotel, ni la gente de la Casa Argentina que habíamos conocido en esos días.
- Parece que vamos por el mismo camino. Te ví en el Dean Funes; después en Buenos Aires y ahora en Montparnasse.
Recién entonces me acordé del flaco desgarbado. Lo saludé con una amplia sonrisa y le conté que en Buenos Aires había sospechado que era él, pero que solamente lo había visto de espaldas. Como la otra vez, me bombardeó a preguntas sobre lo que estaba haciendo, sobre Córdoba, Buenos Aires, la Argentina. Me dió a entender que desde aquella vez no había vuelto a la Capi. El preguntaba y yo le contaba. Con su permanente sonrisa y buenos modales me parecía requetesimpático. De pronto me acordé de mi mujer, se lo dije y me despedí... hasta que nos volvamos a ver! Cuando regresábamos caminando hacia el hotel, lo busqué en la mesa pero ya no estaba. Sin embargo alcancé a ver su figura. Se encontraba frente a Balzac. Miraba al bronce mientras se tapaba la boca. Subimos a nuestra habitación.
En Septiembre de ese año los franceses del Instituto Geográfico, donde estaba becado, nos enviaron a Praga, a trabajar durante un par de semanas en el Observatorio Pecny. Los checos nos atendieron de maravillas poniendo a un funcionario de relaciones públicas a nuestro servicio. El hotel era confortable, teníamos trasporte diario hasta Pecny, quedabamos libres a partir de las 3 o 4 de la tarde, de allí en adelante al tiempo lo podíamos utilizar a nuestro gusto. Una día, ya obscureciendo, caminábamos sin rumbo por el centro de la ciudad cuando con gran sorpresa vimos un cartel en castellano: "Casa de Cuba". De lo más profundo nos surgió la necesidad de hablar con alguien en nuestro idioma. Ingresamos a la casa y nos encontramos en una sala preparada como una librería. Al frente había un mostrador y detrás de él una señorita evidentemente cubana.
- Ya cerramos!
- A las cinco de la tarde?
- Estamos de duelo!
Mientras Mery le preguntaba el motivo del duelo yo levanté la vista hacia un retrato situado en la pared posterior. Allí estaba. Con su leve sonrisa soñadora. Con el mismo traje, desgarbado, desprolijo. Un crespón negro lo despedía para siempre. Ya no nos volveríamos a encontrar. Era el 10 de Octubre de 1967.

Leopoldo Rodríguez, Junio 1997