viernes, 3 de diciembre de 2010

LEYENDO EL DIARIO

En una fresca mañana de Abril, bicicleteando en camino a los museos, negociaba el ensortijado andar de la estrecha cinta de asfalto pensando en el premio que sería llegar a mi rincón solitario. Los árboles y sus sombras matinales parecían gigantes que tenía que sortear. Rayos inclinados del sol naciente dejaban ver el polen flotando en el ambiente. Las gotas del rocío coloreaban el nuevo día que parecía desparramar felicidad y bienaventura. Llegué y pasé el bajo que me recordaba a Giverny, cuando a lo lejos alcancé a divisar el banco esperado. Es que el colchón que llevo encima me pesa cada vez más y necesitaba el descando tan deseado.
Pero hé ahí que tanta perfección era un espejismo; mi lugar ya no era tan mío y mucho menos solitario; había alguien sentado en el lugar. Estuve a punto de pasar de largo hechando furiosas miradas al intruso; sin embargo el colchón pudo más y frené mi dos ruedas tratando de hacer el máximo de ruido molesto, agudo, rompedientes.
Estabilicé el rodado y me apresté a sentarme al lado del odioso ocupante que parecía ensimismado en la lectura de su diario. En ese instante dos de mis sentidos me dejaron percibir de que el odioso vecino era un linyera yanqui, tambien llamado sin hogar. Un bolso con sus pertenencias se encontraba semiescondido entre los matorrales vecinos. Y el perfume de sus días sin baño penetraba sin piedad mis receptores olfativos.
Me dispuse a una pronta retirada cuando el individuo se transformó en persona; se dió vuelta y pude ver su cara, su piel, sus facciones y sobre todo su mirada; una mirada triste, desolada, como piediendo disculpas por existir.
Por sus rasgos, su color, sus ojos achinados, me dí cuenta de que podía tratarse de un latino/hispano/mestizo, como le quieran llamar; alguien que habla en castellano y nacido al sur del Río Bravo o Grande para otros.
Poniendo en práctica mi experiencia de largo habitante de un pais lleno de correcciones políticas, le pregunté en inglés si sabía hablar en español.
Su cara se frunció en una tenue sonrisa; creí ver en ella una afirmación y como no estaba seguro le repetí la pregunta en castellano agregando un pedido de permiso para compartir el banco.
Esta vez tuve una triple respuesta: primero cara de sorpresa, inmediatamente después un respiro de satisfacción y finalmente una amplia sonrisa y un balbuceo de campesino recién arribado a la urbe.
Leyendo las noticias tan temprano.
Acotación sin sentido como la mayor parte de aquellas que tienen como objeto iniciar una conversación entre desconocidos.
Hizo un gesto como afirmativo; pero con esa mirada triste a la cual ahora sumaba una mueca que quería ser sonrisa.
Cómo le anda yendo? De dónde es Ud?
Insistí con otras de mis acostumbradas preguntas introductorias a fin de despertarle el sentido de la conversación.
Luego de un profundo suspiro me contó que era de Nicaragua. Qué hacía poco había llegado a la zona. Y ahí nomás comenzó a narrarme su historia. Había salido del pueblo de Somoto.
Allá todos sueñan con venir a trabajar aquí. Todo hubiera quedado en un sueño sino fuera por mi amigo. Eramos cumpas desde temprano y entre copa y copa nos envalentonamos y a poco nos encontrábamos en camino.
Todos decían que era refácil. Que era cuestión de llegar a la frontera y cruzarla de noche. Que los gringos eran unos pendejos. Que se podía nadar en verdes en poco tiempo.
Además, mi amigo recordaba algo del inglés aprendido en la escuela avanzada del pueblo. Allá en el tiempo de los sandinistas. Cuando venían a dar clases esos jovencitos melenudos de la ciudad.
No le cuento los vericuetos en que anduvimos; ni los andurriales en que nos metimos; para finalmente llegar a una ciudad al borde de un río. Al otro lado estaban las casas grandes y brillantes de los americanos. Ahí ya la cosa se puso difícil, si fácil le llamamos a lo pasado. No le digo los kilómetros de distancia que anduvimos pateando.
Además de los policías y otros no tan policías mexicanos que nos pedían plata o documento para todo, había una alambrada por aquí, una pared más allá y sino aparecía el río al frente. Además se corría el rumor de que unos cazadores blancos armados hasta los dientes nos esperaban al otro lado; y no era para ofrecernos una chamba.
Confieso que estuve a punto de volverme; pero no me animaba a decírselo a mi amigo. Luego de varios días a la intemperie soportando mil humillaciones, fríos, hambrunas y qué no más; después de una par de corridas y apremios pudimos por fin colarnos por un agujero que acababan de dejar gente bien vestida. Decían que venían pagando alto mucho para que los cruzaran. Iban mujeres y niños con ellos. Algunas en vestido de fiesta.
Luego de correr como enloquecidos siempre alejándonos de la alambrada, sentimos una luz que se posaba a pocos pasos adelante nuestro. Nos tiramos a una zanja y allí encontramos una tubería adonde entramos sin pensarlo dos veces. Luego de recorrer unos metros sin ver nuestras narices encontramos una salida. Estabamos al otro lado de la luz. Salimos y seguimos corriendo alejándonos de la alambrada y de la luz.
Antes alcancé a ver a las mujeres bien vestidas en medio de la luz.
Como tantas veces antes y después, la obscuridad fue la salvación.
Cuando caí casi muerto de tanto correr, mi cumpa no estaba a mi lado. Fue la primera vez que lo perdí.
El susto era tan grande que no me dejaba respirar. Algo me agarraba de la garganta. A poco caí que era el saco con las botellas de agua. Se me había subido y me ahogaba.
En eso sentí que me iba… y me dejé ir. Tenía ganas de morir. Sentía a la calaca cerquita.
Al rato, ya con las primeras luces, cagado por todos lados, me levanté y traté de salir del matorral en que me había metido. Luego de subir una cuesta, que me pareció el San Cristobal, alcancé a ver un sendero. Traté de seguirlo de cerca. Compréndame, no estaba en el sendero, lo seguía de cerca, sabe, por si aparecían los iluminadores.
No llegué a ver el sol y ya comencé a sentir los gritos. Parecían de gente en pena grande. Gritaban como cuando le apretaba los cojones a Juanito; en un encuentro sucio.
Me paré en seco y me hice chiquitito. Allí estuve hasta que vi al sol pasar por sobre mi cabeza. Yo sentía que me cocinaba; me salvó el agua que me tocó acarrear.
Adónde estaba mi cumpa? El no lleva agua. Sería el de los gritos? Pero yo ya no respondía; no podía moverme del cagaso y del cansancio. Al fin los gritos se volvieron quejidos y luego, como a la siesta, no se escuchaba nada.
Me paré con cuidadito y empecé a recular. No pensaba parar hasta el pueblo. Fue entonces que lo ví al cumpa; tirado en medio del sendero. Parecía muerto. Quise correr gritando, pero el miedo pudo más y apenas susurre su nombre. Me fuí arrastrando hasta cerca y lo volví a llamar como cuchicheando. Después de un rato se movió un poco. Luego miró para donde yo estaba y pegó un aullido. Quería agua. Le tiré una botella cerca, pero me quedé en el montecito. Me pareció que el agua lo despertaba, porque escuché que me pedía ayuda para pararse.
Mirando para todos lados le dí una mano y nos tiramos a una zanja al otro lado del sendero.
Estuvimos un rato en silencio; no se escuchaba nadita.
La puta que olés feo; se le ocurrió decirme. La verdad que no me olía. Cuando empezó a obscurecer se levantó y se puso a caminar. Yo me alegré por que ibamos de vuelta.
Como nos volvemos no nos pararán; No? Le pregunté.
Vos tas loco; anoche pasamos lo peor; estamos varios kilometros adentro.
Y los gritos? Le pregunté.
Deben haber sido los cazadores de los que nos hablaban; golpeado a los que agarraban.
Ya no corríamos, ya no se veía la luz. El cumpa se guiaba de alguna manera porque cambió varias veces de sendero. El me decía que seguía el norte; pero yo no veía la estrella de que siempre hablábamos.
Comenzaba a dudar del cumpa cuando escuchamos un tren. Corrimos esta vez y allí lo vimos; iba despacito y era largo como pena de pobre. Fue fácil colgarse de un vagón; tenía unos rieles amontonados que nos dejaban lugar para escondernos. Pero el viaje duró poco. El trenazo paró de golpe y hasta empezaba a retroceder. Saltamos y nos quedamos quietos tratando de ver adónde estábamos. A metros alcanzamos a ver unas casas; y a escuchar unos perros. Tomamos para el otro lado.
Así comenzamos a caminar al lado de la vía o adentro de ella, asegún era más fácil. Cómo sería de largo el tren que para pasarlo tardamos casi toda la noche.
Así seguimos bordeando la vía, esquivando los pueblos, corriendo en los puentes, zambulléndonos en el monte o en el sembradío cuando venía alguien.
Por que ahora ya se veían sembradíos. Habíamos conseguido agua en una laguna. Yo me había metido con ropa y todo. En el fondo del bolso, encontré el pantalón y la camisa que llevaba para buscar trabajo. Me cambié de ropa y le insinué al cumpa de entrar en algún pueblo.
Pueblo? Ni loco. Pronto debemos llegar a una ciudad. Allí veremos qué hacer.
Y días después llegamos a una ciudad. Pero no le gustó al cumpa. Seguimos y encontramos otra. Tampoco. A mi todas me parecían buenas. Pero él, que no. Que más allá; que más grande.
En una de esas, ya con rabia y con ganas de comer algo en serio y no tanto fruto del monte, lo dejé dormido y me entré en una ciudad. Como tenía unos pesos pensaba en comprar algo para comer. Pero en las primeras cuadras todos eran distintos. Todos andaban en auto. Todos me miraban con cara de asco.
A poco me volvió el miedo. Como si el sol fuera ahora la luz. Comencé a correr de vuelta adonde estaba el cumpa.
Cuando llegué al lugar el cumpa no estaba. Tampoco estaba mi bolso que le había dejado. De nuevo me sentí morir. Otra vez perdido. Y ahora a no se a cuánto del borde. Le confieso que me senté y me puse a llorar.
Ya casi anochecido me animé a volver hacia la ciudad. Apenas me levanté lo ví, allá a lo lejos, el cumpa venía con los bolsos.
Ni qué decir lo que me dijo. Pero de verdad que yo había estado malo. Dejarlo mientras dormía.
El sí se animó con su inglés de escuela y consiguío comprar comida en serio.
Comimos caminando toda la noche; conversábamos como nunca desde la salida del pueblo. Era buenazo el cumpa.
Final, que dias después, al amanecer, llegamos a una ciudad que se veía grande. De lejos la vimos. Bueno, vimos las luces de la ciudad. Iluminaba el cielo. Como en Managua.
Nos paramos en una arboleda y nos lavamos con el agua de las botellas; nos peinamos; nos pusimos limpitos.
El cumpa decía que debíamos buscar los lugares de los jornaleros. Que debían estar en los barrios de los pobres no tan pobres.
Pero luego de toda una mañana de caminar apenas si estábamos entre casas con pasto en todos lados. Las casas rodeadas de pasto y árboles.
Por allí vimos uno que nos pareció era del otro lado. Estaba cortando el pasto en una casona. Nos acercamos y cuando estábamos por hablarle nos hizo cara de asco de gringo y se alejó.
Seguimos buscando. En una esquina grande, luego de esquivar autos que corrían como locos, encontramos una familia vestidos a la veracruzana. El cumpa se acercó y les pidió ayuda para encontrar los jornaleros. Nos indicaron un lugar, como un baldío, adonde se juntaban a la mañana tempranito. Ahora no había nadie.
Estabamos cansados y comimos algo escondidos en un pedazo de monte que habían dejado en medio de la ciudad. Hasta encontramos un pico de agua y un banco para acostarnos.
Dormimos al lado de unas casillas; los baños públicos según decía el cumpa.
Allí nos quedamos algunos días y hasta hicimos algunas chambas. Pero todos nos decían lo mismo. Si no tienen papeles deben seguir más al norte. Así que el cumpa decidió seguir más al norte. Otra vez al lado de la vía. Decía que era más seguro que el camino. Y la verdad que en más de una ocasión nos colgamos de un tren. Parando de vez en cuando en alguna ciudad fuimos llegando al norte.
Un amanecer me señaló unas luces y me dijo que aquí nos quedaríamos. Que estaba bien al norte y que decían que había mucho trabajo.
Así llegamos adonde me vé. Bueno, llegamos a otro lado; pero yo ya llevo semanas de tumbo en tumbo.
Comenzó bien con el cumpa al lado y con varios como nosotros; nos conseguíamos trabajo y hasta estuvimos parando en una casa. Yo pude comprarme estas zapatillas y la gorra.
Todo iba bien hasta que el cumpa se allegó a una salvadoreña y ella lo llevó a la cocina de un comedero.
Yo seguí con los jornaleros y nos veíamos por la noche. Yo lo esperaba porque no confiaba en los otros. Y ellos tampoco en mí. Como tuve que dejar la casa, me empaqueté con varios en una pieza de una casa grande. Eramos muchos pero así me alcanzaba para pagar y comer. Comía dos veces; a la mañana temprano y al anochecer, antes de ir a buscarlo al cumpa.
Y una noche el cumpa no apareció.
Y yo busqué a la salvadoreña.
Y busqué en la cocina del comedero.
Y nada.
Nadie sabía nada.
Hasta que ayer uno me preguntó si yo no leía los diarios.
Yo lo ví con ojos grandes porque me pareció que quería decirme algo.
Y me lo dijo. Tu cumpa, el nica de la cocina, lo mataron hace dos días. Le dieron duro. Eran muchos. A la salida del trabajo. Salió en el diario.
Caminé toda la noche; sin saber adónde ir. Me quedé sólo sin saber qué hacer. Esta vez perdí al cumpa para siempre.
Pasando cerca de ese canasto recogí este diario que Ud vé. Luego me senté y Ud llegó. Pero leyendo el diario no estoy.
Yo no sé leer el inglés.