sábado, 8 de mayo de 2010

EL PUMA

Mi viejo nos daba poca bola. Pero de vez en cuando le gustaba sacarnos al campo. En una de esas salidas nos llevó a las Sierras Grandes. Era un poco más allá del común de las excursiones. Si mal no recuerdo, fue la única vez que la vieja no nos acompañó. Vaya a saber qué enjuague había que no quiso venir pero insistió que nosotrso fueramos.
El viejo quería comprar un campo y el viaje era de inspección de uno que le ofrecían. Al principio no entendí porqué llevabamos con nosotros a un rubiecito, rengo y petizón, a quien no se le quitaba la sonrisa de los labios.
Luego de dejar el dulce de leche y comenzar la ruta de tierra, la cosa se puso cada vez más empinada. Cruzábamos arroyos secos, rebotando en piedras bolas cada vez más grandes, para finalmente transitar por senderos impasables. Así llegamos a una pequeña meseta; de allí se podía ver lo lejos que aún quedaban los cerros a donde se suponía estaba el campo a inspeccionar.
Nos paramos y entonces me enteré que esperábamos a un guía con caballos; en realidad con un caballo para mi viejo. Nosotros no seguíamos. Nos quedaríamos a esperarlo junto al auto y en compañía del rengo.
Cuando a la distancia vimos acercarse al paisano, mi viejo nos llamó y nos comenzó a advertir sobre los peligros que nos acechaban si nos alejábamos del auto; que cuidado con las víboras y sobre todo los pumas; que hacerle caso al rengo; etc. Y allí nomás sacó de la guantera del auto el revólver, con cinto y cartuchera y se lo entregó al rengo. Este, que ni se lo esperaba, dió un respingo y puso los ojos como huevos fritos. Sostenía el arma como a un bebé de pecho. El viejo, un poco sorprendido, le preguntó si sabía usarla. El machismo del rubiecito pudo más que el susto y asintió con la cabeza.
El guía, que era un viejo paisano más arrugado que acordeón de segunda mano, viendo un trazo de duda en la cara del padre, se apresuró a aclarar que el viaje era corto; apenas dos horas y estaban de vuelta.
A poco salieron en sus matungos serranos; y nosotros nos quedamos quietos, viendolos alejarse hasta perderse de vista.
Los primeros minutos fueron de estudio; con mi hermano veiamos hasta dónde podíamos alejarnos y hasta qué boludez nos permitiría hacer el rengo sin perder la sonrisa.
Pasada la primera media hora el rubiecito comenzó una perorata sobre los posibles peligros que encuentra uno en la sierra. “Sobre todo en la Sierra Grande, uno de los mayores desiertos de piedra del mundo”. Parafraseaba lo que el viejo había dicho queríendo ocupar la figura paterna ausente.
Pronto agotó sus escasas cualidades oratorias y viendo la poco impresión que nos había causado su discurso, resolvió lucir en su cintura el arma que le habían provisto, símbolo cierto de autoridad. Se ajustó el cinto con cartuchera y revólver para gran sorpresa nuestra que de pronto contábamos con un inesperado guardian/cancerbero. “Hay que estar preparado. Por algo me lo dejó el escribano”.
Recuerdo nebulosamente que esto me pareció una pantomina como las que hacíamos en la escuela.
El próximo paso escénico del rengo fue pasearse como milico con la mano haciendo de vicera para otear el horizonte. De vez en cuando se agachaba y ponía la rodilla en tierra, señalando a la distancia y pidiéndonos que hiciéramos silencio. Luego, con gran seriedad se paraba y nos daba a entender que había sido una falsa alarma. Pasada la primera hora, la actitud del rubiecito, el silencio de ese desierto de piedra, un sol que no dejaba moverse ni a los bichos y nuestra imaginación trabajando a toda marcha, nos hizo sentir que estabamos en un fortín rodeado de peligros.
O al menos acompañábamos el juego del rengo.
Pasadas las dos horas que el paisano había pronosticado, el jueguito de los peligros en acecho se tornó más realista, más inminente. Los ojos se le salían de la órbita al rubiecito y ya ponía una mano sobre la culata del revólver como listo para repeler el esperado ataque. La psicosis del cerco ya nos había llevado a elegir un lugar más seguro; alejado del auto.
El rengo predicaba ahora sobre las consecuencias que tendría si el escribano no regresaba. “Tal vez el gaucho lo haya perdido en el pedregal. Tal vez ahora nos toque a nosotros. Vendrá por el arma y el auto”.
El ambiente estaba tenso como violín en concierto y pasaban las horas y empezaba a picarnos el hambre.
El rubiecito introdujo entonces una nueva rutina. Además de los peligros que nos acechaban, era necesario cazar algo para alimentarse antes que llegara la noche. Las cosas parecían precipitarse, o el rengo, avanzando en el papel de héroe guardían que había asumido, buscaba llevarlas a un clímax.
Fue entonces, que por primera vez, ante la imaginada aproximación de un puma, sacó el revólver de su cartuchera y apuntó hacia unas rocas cercanas; y se escuchó el disparo y el chiflido del rebote en la pared rocosa.
El más asustado del trio defensivo era el rubiecito; el arma se le había disparado; la detonación lo sorprendió y lo aterrorizó.
Perdió su porte heroico y volvió a ser el taxista de siempre; con una sonrisa de pánico y balbuceando justificaciones.
-“El puma… tienen que haberlo visto. Sí, lo vieron; allí tras la roca.”
A toda costa nos exigía haber visto al puma..
En eso, a galope tendido, llegaron el viejo y el paisano…




Leopoldo Rodriguez, Marzo 2004

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