viernes, 23 de octubre de 2015

LA APUESTA

Nos conocimos en Múnich. Yo oficiaba de portero en un restaurante con espectáculo tanguero y ellos trabajaban en la cocina.
El dueño, un porteño con mucho aire de mundo, se desvivía por la Denisse. Así habían conseguido trabajo los tres. Un trío australiano de dos chicas de Perth y un muchacho de Adelaida. Fueron unos pocos días en que intercambiamos saludos de oprimidos.
A la semana partí a mi aventura personal de mochilero viajando a dedo.
Lo había planeado en Córdoba, hablando con el cónsul alemán que me guió en conseguir las becas para el viaje de ADEIA (ver relato en: Beca de la Deutcher Akademischer.).
Estábamos en abril del 1962; si bien ya no era la época de oro de los viajeros a dedo, todavía era popular en el área mediterránea.
Había enviado la valija a Madrid y tenía la mochila como único equipaje. Me sobraba disposición.
Crucé los Alpes parando un par de veces; una de ellas en Trento, buscando sin éxito alguna referencia parroquial de mi abuelo. A puro dedo llegué a las puertas de Venecia a mediados de mayo.  Como en todo el viaje posterior a la beca, me alojé en un Albergue de la Juventud. Mi propósito era quedarme un par de días para recorrer los sitios más destacados de la ciudad de los canales.

 En Plaza San Marcos

Luego de sacar de la mochila todo aquello que podía extraviarse en manos extrañas, bajé a una sala de estar y me dispuse a escribir las postales de ruta para que mi familia supiese dónde estaba. No alcancé a sentarme que los vi; los tres sonriéndome desde la otra mesa. Acababan de llegar. Habían venido en un solo viaje, en un camión. Conocieron al camionero en el bar y sin vacilar aceptaron lo que pidieron con la mirada.
Fue tácito el acuerdo de caminar la ciudad juntos. Y con respecto a una vuelta en góndola, ya sabíamos que alquilar una era inalcanzable para nuestros bolsillos. Luego de algunas preguntas al portero del albergue en mi italiano de "famiglia" y de referirme a mis días en Trento en busca de mis ancestros, iniciamos el recorrido de la ciudad.
No sé si fue por lo de la experiencia en Trento o mi italiano gesticulado o mis referencias a lugares o por algo que no le gustó; la cosa es que a poco el australiano, que si mal no recuerdo se llamaba Bryan, comenzó a chumbarme: preguntas sobre nombres de iglesias, de pintores, de tipo de comidas. Todo parecía servirle para ponerme a prueba. Y llegó el momento en que me proponía jugar por dinero. Insistía en que yo era tímido. Que todos los sudamericanos eran tímidos, etc., etc.
Pasábamos frente a un restaurante de al menos cinco estrellas. El portero guiaba a los pocos clientes que ingresaban por un lujoso hall forrado de telas y con carpeta roja. Por las ventanas se podían ver las mesas en las cuales solamente sentarse costaría caro.
Fue entonces que Bryan propuso pagar una vuelta de góndola si me animaba a ingresar y lograba sentarme en una mesa. Tenía que hacerlo con suficiencia y quedarme al menos un minuto.
Me sentí apurado. Las chicas sonreían sobradoramente.
Recordando mis ancestros peninsulares, la culturalización itálica con las películas de De Sica y Mastroianni y todo mi orgullo herido, me acerqué al portero y en el mejor italiano que pude le expliqué lo que pasaba, comenzando con que era un argentino “figlio” de italianos y que esos que se estaban sonriendo me habían tildado de tímido….. que para demostrarles que los italianos y sus descendientes no lo son, yo tenía que sentarme en alguna mesa del restaurante por lo menos durante un minuto.
La cara del portero, un sesentón fornido, pasó de severa a sorprendida a sonriente a ladina. Se sacó el sombrero, hizo una reverencia y me señaló la entrada. Ingresé dubitativo pero orondo pisando fuerte la alfombra roja. Me dirigió hasta una mesa del fondo, al lado de la caja. Luego de indicarme que me sentara, se ubicó a mi lado y comenzamos una conversación que acompañamos con tallarines y pan con ajo.
Los australianos, allá lejos, al final de la alfombra roja, no salían de su asombro. Al final, mi amigo el portero, me acompañó de vuelta hasta la puerta, adonde luego de una nueva reverencia se colocó la gorra y me dejó frente a mis compañeros.
El australiano se portó como un buen jugador y terminó pagando para todos el cruce del Canal Mayor... en Góndola.

Leopoldo Rodríguez, Marzo 2003