La carretera de montaña se desenredaba en medio de un espeso bosque tropical. Cuesta abajo en curvas que no dejaban ver lo que se venía. La velocidad de la camioneta era más producto de la inercia que del acelerador. Dejando a pocos centímetros una salida rocosa, nos encontramos de pronto con un bulto que cubría el costado derecho de la estrecha cinta de asfalto. La rápida maniobra me puso la cara contra el vidrio de la ventana, y en esos escasos segundos pude ver que el bulto era un cuerpo; estaba vestido de traje oscuro, tenía calcetines y cerca se encontraban un sobrero y los zapatos. Luque, que iba al volante, lanzó un grito de bronca contra el “borracho ese”.
No dije nada; pero la ropa y la posición del cuerpo indicaban otra cosa. Seguimos a toda velocidad bajando entre sombras de árboles y lianas que formaban una pared verde al costado del camino. Cuando parecía que ya no podía ser más espesa, se abrió para dejar ver la ciudad que se estiraba en la meseta próxima.
Comenté el episodio y la respuesta fue siempre la misma: era lunes y es el día en que más abundan los borrachos. ¡Son una peste!
A la mañana siguiente, durante el recorriendo de las oficinas públicas tras perdidos expedientes de eterna gestión, uno de los pocos momentos rescatables es el de tomar un café. No sé si en el tercero o cuarto me encontré en una repartición de las tantas visitadas leyendo un periódico local. Con o sin intención encontré lo que buscaba. En una de las páginas interiores aparecía una breve noticia necrológica de un hombre que “habría sufrido un accidente” en la misma carretera recorrida el día anterior. No se daba filiación alguna del muerto.
Tal vez, si nos hubiéramos detenido...
Años después, revisando la correspondencia, encontré un documento de la OEA. Me extrañó por no ser común que recibiera este tipo de material. Sin embargo, enseguida comprendí por qué se me había enviado; se trataba de un informe de la Comisión de Derechos Humanos (CDH) sobre los desaparecidos en Argentina.
Allí se publicaba una lista de las denuncias efectuadas por diferentes organizaciones de derechos humanos, políticas y sindicales durante una visita a Buenos Aires de una delegación de la CDH.
Cada denuncia era acompañada por una fecha, nombres y circunstancias de la desaparición. La casi totalidad de las desapariciones habían ocurrido entre el 76 y el 78. Sin embargo había algunas de años anteriores. Se destacaba una del 72. Me detuve en ella. Se denunciaba la desaparición de un dirigente político sindical de una provincia del interior, miembro de la juventud peronista y vinculado al sindicato azucarero.
La desaparición había ocurrido en un viaje entre Tucumán y Salta.
Esa era la carretera de las “curvas que no dejaban ver lo que se venía”. El bulto tirado que “cubría el costado derecho de la estrecha cinta de asfalto”. El informe daba otros detalles: que estaba vestido (al iniciar el viaje) de “traje oscuro y sombrero de fieltro”.
La lectura me llevó ocho años atrás; al país que había dejado; a la imagen de aquel cuerpo inmóvil que Luque había tomado por un borracho. Recordé la necrológica del periódico local que no daba datos sobre el “hombre que habría sufrido un accidente”.
Pensé en coincidencias o quise justificar mi inacción viendo coincidencia donde no la había.
Pasaron varios años hasta que, en una visita a donde atiende Dios (1) , cruzando una avenida, un enorme cartel me hizo levantar la vista. Era un afiche de las Madres de Plaza de Mayo. Aparecían fotos de los desaparecidos, sus nombres, las fechas. Allí vi la cara que no estaba en el documento de la OEA, ni en el periódico local, ni se podía ver en el bulto.
Era un hombre en los treinta años. De pelo oscuro, ojos saltones, nariz respingada sobre una boca carnosa y pera dividida. Era un rostro del interior.
Ahora podía ponerle cara y nombre al bulto y también sabía que aquella vez, “si nos hubiéramos detenido...” hubiera sido tarde para salvarlo.
[1] Referencia a un chiste de la
revista Hortensia. “Dios está en todos lados, pero atiende en Buenos Aires.”
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