Recorriendo la costa del Pacífico llegamos a Barra de Navidad. Un amigo nos había hablado de este lugar. Claro que se refirió a él como un paraje rústico, sin facilidades, en medio de dunas. Nos contó que fué allí donde el alacrán lo picó. Se le hinchó el brazo; punciones con extracción de líquido; inyecciones; calmantes y muchas noches de mal dormir. Pagó caro la rusticidad y primitivismo del lugar. Rusticidad y primitivismo que en su momento fué el principal atractivo para visitarlo. Claro que eso había ocurrido al comienzo del anterior sexenio.
Ahora llegábamos nosotros para ver su evolución. Dónde había quedado su aislamiento? La primera impresión fué que la ola de desarrollo turístico le había pasado al costado; casi sin tocarlo. Poco o ningún asfalto, sin veredas que pudieran llamarse tales; pocos negocios y menos turistas. Buscamos alojamiento. Era difícil. Los veíamos poco higiénicos; poco mantenidos; poca luz. Y nos acordábamos que aquí era el lugar del alacrán. Al fin decidímos por el menos malo de los pocos hoteles existentes. Con el antecedente de la picadura pusimos mucha precausión al entrar en la habitación; abrir las camas; entrar al baño.
Luego de ubicarnos fuimos por comida. Ya anochecía. Recorrimos el pequeño pueblo; casi nadie en las calles. La rusticidad de que nos habían hablado seguía vigente. Un puerto diminuto. Se veían botes y lanchones de pesca. Al menos la actividad pesquera continuaba. Esto nos dió la idea de comer fruto de mar con iodo fresco. Revisamos varios comederos. Unos más deteriorados que otros. Todos con escasa limpieza y menos iluminación. En todo momento teníamos en mente al alacrán. Buscar lugares limpios y bien iluminados; nos decíamos sin pronunciar palabra. Finalmente, en una esquina de lo que hacía como centro del pueblo, vimos sentados alrededor de una mesa un grupo de yanquis. El restaurante se distinguía de los otros por el sólo hecho de tener gente en una mesa. Sabría esta gente dónde estaba? Me pareció reconocer en el grupo a esos americanos desteñidos que uno encuentra en los lugares más insólitos. Siempre tuve la idea de que esta gente sabía buscar lugares baratos y buenos. Como los camioneros.
Subimos a la veranda donde estaban las mesas y nos sentamos. En ese momento vimos que ya servían los platos ordenados. Era una enorme fuente de camarones. Estudiamos la posibilidad de copiarles la orden. Al preguntar el precio (la razón principal de nuestra duda) tuvimos la impresión de que era un regalo. Viendo que los del lado se daban la gran comilona y que seguían gesticulando y hablando, decidimos ordenar lo mismo: una fuente de camarones.
Leopoldo Rodriguez (NOviembre 1995)
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